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Isabel la Católica vista por sus contemporáneos

Miguel Ángel Ladero Quesada






ArribaAbajo1. Introducción1

La transmisión de opiniones y, sobre todo, su memoria y conservación, tenían limitaciones muy fuertes en la época de Isabel I de Castilla, cuando casi todo el mundo era iletrado y escasos los medios de difusión escrita, pese a que la imprenta ya daba a conocer sus primeros productos. Los testimonios directos y las opiniones expresadas de palabra, las más abundantes sin duda, solían olvidarse al cabo de poco tiempo y tenían, en general, una difusión menor, aunque pudieran contribuir a consolidar una memoria oral cuya importancia no debemos desdeñar. Las opiniones escritas casi nunca han perdurado, sobre todo si no gozaban del favor regio o no alcanzaban a ser impresas.

Además, la formación de la memoria colectiva acerca de un monarca y su reinado no se conseguía sólo por estos medios sino también mediante decantación de estados de opinión, originarios unas veces, conseguidos por medio de la propaganda otras, a lo que se añadía la difusión posterior de escritos sobre la época, de modo que, al cabo, entre la realidad de lo que fue y la memoria que se tenía de ello había demasiados filtros, selecciones, actualizaciones, silencios e, inevitablemente, deformaciones y falsedades. Conviene recordar además, aunque sea evidente, que aquella memoria no tiene porqué coincidir, ni en sus contenidos ni en sus objetivos, con el actual conocimiento histórico conseguido con métodos científicos.

No podemos conocer, por lo tanto, cuáles fueron los puntos de vista sobre la reina Isabel que tuvieron todos sus contemporáneos, de modo que el título de esta conferencia es evidentemente excesivo. Pero hay maneras de suplir las deficiencias, hasta cierto punto: por una parte, se puede inferir el grado de adhesión, crítica o rechazo que produjeron las principales acciones políticas del reinado, según las características de cada una de ellas y las singularidades de los grupos sociales afectados: sobre esta posibilidad ya he escrito algo en otra ocasión. También, es posible sistematizar y tipificar las opiniones, puestas por escrito, de los cronistas, memorialistas, cortesanos y otras personas de aquel tiempo, discernir cuál era en cada caso la situación del autor, su grado de originalidad y, si es posible, de veracidad, así como las motivaciones que les llevaron a expresarse, y cotejar el contenido de sus testimonios con lo que ya sabemos a través de la investigación directa sobre fuentes documentales y, en algunos casos, iconográficas: tal es el punto de vista que me propongo esbozar aquí en algunos aspectos.

El número de personas que escribieron sobre la reina Isabel en vida suya o en los años que siguieron a su muerte es relativamente alto, si se compara con la atención que recibieron otros monarcas de aquel tiempo, pero no supera la treintena de autores, si exceptuamos algunas menciones breves y ocasionales en correspondencia diplomática, tampoco abundantes.

Entre los cronistas castellanos cuyas obras concluyen hacia 1490, o antes, es fundamental Hernando del Pulgar y secundarios Diego Enríquez del Castillo, Alonso Flores o Flórez, Alfonso de Palencia y Diego de Valera. Los escritos de Diego Rodríguez de Almela y del Bachiller Palma aportan noticias sobre la primera época del reinado, pero apenas contienen opiniones sobre la reina.

Después de estos autores, hay que esperar al término del reinado para encontrar algunos textos de importancia sobre cómo fue Isabel y lo que había conseguido; todos ellos coinciden en lo esencial, lo que no quiere decir necesariamente que procedan de un mismo patrón cortesano: Andrés Bernáldez, el anónimo continuador de Pulgar, Lorenzo Galíndez de Carvajal, y dos humanistas italianos radicados en la corte castellana y eficaces propagandistas, cuyos escritos ya habían incluido opiniones y narrado sucesos anteriormente, pero que, tras la muerte de la reina, ofrecen sus opiniones de manera sistemática: se trata de Pedro Mártir de Anglería y Lucio Marineo Sículo.

De los escritos políticos con valor testimonial, hay que destacar el mismo testamento de Isabel, algunas cartas escritas por Fernando cuando ella murió, y también su testamento, así como los memoriales y cartas de fray Hernando de Talavera, y los de fray Francisco Jiménez de Cisneros, regente del reino en 1516 y antiguo confesor de la reina, así como los recuerdos recogidos por sus biógrafos, fray José de Sigüenza, en el caso de Talavera, y Álvar Gómez de Castro, en el de Cisneros, aunque son testimonios de la segunda mitad del siglo XVI.

Los textos de poetas y literatos son menos precisos y poseen mayor carga laudatoria, por su propia naturaleza, aunque resultan útiles para apreciar los medios propagandísticos a través de los que se creaban estados de opinión o, incluso, se modelaba la visión de sí mismo que tenía el gobernante. Por eso he intercalado testimonios y opiniones de una docena de autores, desde la época en que Isabel era infanta, hasta los años finales de su vida: fray Martín de Córdoba, Gómez Manrique, Pedro de Cartagena, Pedro Marcuello, Juan Álvarez Gato, Antón Montoro, Diego de San Pedro, Juan Barba, fray Iñigo de Mendoza, Juan de Lucena, Rodrigo de Santaella, Guillén de Ávila, fray Ambrosio de Montesinos, Juan del Encina, y el traductor y editor, en 1545, del Carro de las Donas, obra de Francesc Eiximenis.

Respecto a los relatos de viajeros que recorrieron Castilla en aquellos tiempos y estuvieron en la corte, cabría decir que el valor de su testimonio es mayor cuando transmiten impresiones personales, aunque sean inexactas, pero menos original cuando se limitan a repetir lo que les han dicho los cortesanos. Nicolás de Popielovo (1484), por ejemplo, parece peor informado que Jerónimo Münzer (1494) pero expresa más sus propias opiniones mientras que Münzer tuvo que recoger de otras personas con las que habló muchas de las opiniones que expresa porque no parece posible que las obtuviera por experiencia propia. Lo mismo sucede con el relato de Lalaing, que acompañó a Felipe de Habsburgo y Juana en su viaje del año 1502.

¿Había ya, poco después de 1492, pautas de propaganda seguidas en la Corte que incluyeran una especie de retrato literario oficial de los reyes? No creo que se llegara a tanto pero sí que hubiera una especie de explicación de motivos y un relato de los éxitos y resultados de su acción política, útil para exponerlos, sobre todo en el ámbito de las relaciones exteriores como «representación» de lo que los monarcas eran y significaban. En Roma, por lo que sabemos, Isabel y Fernando pusieron a punto medio de propaganda eficaces y continuos, y allí, como en otros puntos de Italia, hubo glosadores literarios del reinado y de la figura de la reina, en una línea que continuarían el florentino Francesco Guicciardini y el veneciano Andrea Navaggiero hasta culminar, y concluir, en el conocido texto que Baltasar Castiglione incluyó en «El Cortesano». Pero en la memoria de la reina que transmiten todos ellos no hay que buscar nada original sino más bien, repetición de lo que habían oído o conocido de fuentes castellanas y en algunos casos, elementos deformadores.

A partir de 1517 es difícil encontrar autores que aporten novedades, si exceptuamos los recuerdos que Gonzalo Fernández de Oviedo puso por escrito en su vejez. Cronistas de tiempos de Carlos V, como Diego de Padilla o Alonso de Santa Cruz se limitan ya a reproducir testimonios anteriores, abriendo así un camino que recorrerían muchos otros autores hasta la segunda mitad del siglo XX, añadiendo en cada caso ditirambos o reprobaciones, glosas, florituras, juicios y adjetivos políticos, e incluso esbozos de psicohistoria que a veces podrían referirse más al propio autor y a su tiempo que a la biografiada y al suyo, pero casi nada nuevo desde el punto de vista historiográfico porque no trabajaban con fuentes de conocimiento distintas u originales.

*  *  *

En la exposición que sigue he construido un camino que va de lo privado a lo público, aunque sin marcar barreras absolutas entre ambos términos, porque no me parece que las hubiera en la realidad vital de la reina. Por lo demás, me he visto en la precisión de seleccionar algunos aspectos de un trabajo de investigación mucho más amplio para exponerlos en esta conferencia ya que no es posible tratarlos todos ni sería adecuado ofrecer aquí un resumen demasiado apretado y falto de matices.




ArribaAbajo2. La persona


1.1. Retrato físico

El aspecto físico importa mucho en los reyes, no sólo porque pueda ser un elemento de atracción política, como hoy sucede, sino sobre todo porque induce a un conjunto de referencias simbólicas, que toman como punto de partida el cuerpo regio, o la manera de controlarlo el mismo rey (Bertelli). Los tratados medievales de educación de príncipes y otras obras didácticas o morales tocan este punto con frecuencia, como es bien sabido, siempre con la idea de que, a través del cuerpo, se expresan las cualidades del alma, y así lo indica también el autor de la Crónica Incompleta:

...Por las figuras y bellezas de cada uno podreis adivinar lo que el filósofo por las señales de fuera del cuerpo nos dice que conoceremos las noblezas del alma... estos dos príncipes tales serán en las virtudes cuanto la belleza de sus rostros muestran por tan verdaderas señales.


(Flores)                


Isabel tenía en este aspecto muchos elementos a su favor, por don de la naturaleza y de sus antepasados:

De comunal estatura. Bien compuesta. Muy blanca y rubia, los ojos entre verdes y azules, cara hermosa y alegre, mirar gracioso y honesto, las facciones del rostro bien puestas.


(Pulgar)                


Ojos garzos, pestañas largas muy alegres dientes menudos y blancos.


(Flores)                


Todo lo que había en el rey de dignidad se hallaba en la reina de graciosa hermosura, y en entrambos se mostraba su majestad venerable, aunque a juicio de muchos la reina era de mayor hermosura, de ingenio más vivo, de corazón más grande y de mayor gravedad.


(Sículo)                





1.2. Retrato moral, intelectual, psicológico


1.2.1. Calidad moral

Sobre su calidad moral, todos los cronistas se expresan en los mismos término: «Muy buena mujer» (Pulgar), llena de «humanidad» (Valera), bondadosa, según Palencia. «Ejemplar, de buenas y loables costumbres... Nunca se vio en su persona cosa incompuesta... en sus obras cosa mal hecha ni en sus palabras palabra mal dicha» (continuador de Pulgar) y, para Bernáldez, «muy concertada en sus hechos». Galíndez añade que Isabel y Fernando «fueron de gran veneración en sus personas, en particular la reina». En la misma línea de buen recuerdo, el rey Fernando la describe en su testamento como persona «ejemplar en todos los autos de virtud y del temor de Dios».




1.2.2. Control de su persona

La reina poseía y controlaba los gestos adecuados, adquiridos en su educación, durante lo que definió fray Martín de Córdoba como «la noble infancia vuestra... /que/ tiene tal olor de florecientes virtudes». «honestad y mesura... templada y moderada en la risa» (Flores), de «mirar gracioso y honesto» y dueña de gran «continencia» en sus movimientos y en la expresión de emociones (Pulgar), a lo que se añadió con los años la «gravedad» (Sículo).

Su autodominio se extendía a disimular el dolor en los partos, a «no decir ni mostrar la pena que en aquella hora sienten y muestran las mujeres». (Pulgar)

«Y no fue la reina-añade Sículo- de ánimo menos fuerte para sufrir los dolores corporales... Ni en los dolores que padecía de sus enfermedades, ni en los del parto, que es cosa de grande admiración, nunca la vieron quejarse, antes con increíble y maravillosa fortaleza los sufría y disimulaba».

El control incluía la alimentación: no bebía vino, según afirman los dos autores citados. Así, en la templanza manifestada a través del cuerpo y los gestos se manifestaba la templanza interior de su espíritu.




1.2.3. Honestidad. Pudor

La reina fue muy estricta en mantener una imagen, concorde sin duda con sus convicciones, de honestidad y pudor, como expresión de ideales de pureza y castidad personales, aunque también así se transmitía un mensaje de orden político, porque muchos recordarían las malas costumbres en la corte de Enrique IV y la desenvoltura de la reina Juana y de sus damas, que tan malos frutos produjo.

De modo que la opinión de sus cronistas y cortesanos también en este aspecto fue unánime: Palencia alaba su pudor y pureza de costumbres. «Castísima, llena de toda honestidad, enemicísima de palabras ni muestras deshonestas», según el continuador de Pulgar. Cisneros, que fue su confesor, alaba su «pureza de corazón».

Münzer, en el relato de su viaje, facilita el detalle, que sin duda le fue comunicado en la corte, de cómo la reina tenía la costumbre de dormir con damas en su cámara y, más adelante, con sus hijas, cuando el rey estaba ausente, para evitar cualquier género de murmuraciones: de nuevo el recuerdo de la época de Enrique IV estaría muy presente en el ánimo de la reina.




1.2.4. Compendio de virtudes

Hay autores que destacan alguna cualidad moral de la reina, tal como la magnanimidad (continuador de Pulgar, Anglería, Guicciardini), su «gran corazón», «fuerte corazón» y «grandeza de alma» (Pulgar, Anglería, Sículo, Cisneros), su modestia personal (Anglería) y «mansedumbre admirable» (continuador de Pulgar), su prudencia (Enríquez del Castillo, continuador de Pulgar, Anglería, Galíndez, Guicciardini). Otros, en cambio, prefieren enumeraciones mucho más amplias, al modo de Bernáldez:

Fue muger muy esforçadísima, muy poderosa, prudentísima, sabia, honestísima, casta, devota, discreta, cristianísima, verdadera, clara, sin engaño'... ¿Quién podría contar las excelencias de esta cristianísima y bien aventurada reina, muy digna de loa por siempre? Allende de ella ser castiza y de tan nobilísima y excelentísima progenie de mujeres reinas de España, como por las crónicas se manifiesta, tuvo ella otras muchas excelencias de que Nuestro Señor la adornó, en que excedió y traspasó a todas las reinas así cristianas como de otra ley que antes de ella fueron, no digo tan solamente en España mas en todo el mundo, de aquellas por quien, por sus virtudes o por sus gracias o por su saber o poder, su memoria y fama vive, según vemos por escrituras, y muchas de aquellas por sola una cosa que tuvieron o hicieron vive y vivirá su memoria; pues cuanto más de vivir la memoria y fama de reina tan cristianísima, que tantas excelencias tuvo y tantas maravillas Nuestro Señor, reinando ella en sus reinos, por ella hizo y obró...



Es, en general, el procedimiento de los literatos como Gómez Manrique, Juan de Lucena, Diego de San Pedro, Rodrigo de Santaella, Pedro Gracia Dei y Castiglione, pero no puedo extenderme ahora en esta cuestión donde lo que importa no es tanto apreciar la unanimidad cuanto fijar la transmisión de estas valoraciones, de unos a otros autores, hasta que se convierten en tópicos. Parece que las fuentes principales han sido Pulgar, sin duda, y su anónimo continuador, junto con otros autores que escribieron en la corte, especialmente en los últimos años de vida de la reina e inmediatamente después de su muerte: Galíndez, Sículo, Anglería, Gracia Dei, Cisneros... después de ellos, no hay que buscar originalidad sino repetición, o porque ya se había difundido ampliamente el retrato modelo, o porque se informaban sobre él en la corte los embajadores que acudían a ella.




1.2.5. Dotes intelectuales

La condición intelectual influye decisivamente sobre las capacidades políticas del rey. Pulgar expuso la de Isabel en términos que otros muchos autores y testigos de la época confirmaron en términos siempre positivos:

Inteligente.


(Palencia)                


Prudente y de mucho seso.


(Enríquez del Castillo)                


Aguda, discreta, de excelente ingenio.


(Pulgar. Sículo)                


Del mismo modo, en la capacidad para hablar, consecuencia de su capacidad intelectual:

Habla bien y cortésmente.


(Pulgar. Sículo)                


Verla hablar era cosa divina el valor de sus palabras e con tanto e tan alto peso e medida que ni dezía menos ni mas de lo que hacía al caso de los negocios y a la calidad de la materia de que trataba.


(Fernández de Oviedo)                


El aprendizaje del latín, ya en su edad adulta, se pondera por algunos autores (Pulgar, Sículo) como muestra de sus dotes intelectuales y de su empeño político, pues lo hacía para entender así mejor a los embajadores de otros países.

Y, en fin, su testamento vino a ser la muestra de su lucidez hasta el último momento:

Hizo testamento tan ordenado y maravilloso que casi divino se puede decir


(Cont. Pulgar)                


Hizo su testamento con mucha discreción y cordura


(Sículo)                







1.3. Condición femenina y capacidad para el gobierno

La capacidad legal de las mujeres para reinar en Castilla no se ponía en duda, aunque era excepcional que se dieran las circunstancias adecuadas, pero la opinión, bien glosada a partir de Aristóteles, sobre la inferioridad de la mujer en materia de racionalidad y fortaleza estaba muy extendida, y, con ella, la creencia de que el ejercicio del poder por las mujeres podía tener algo de «monstruoso». En efecto, si los reyes eran vicarios de Dios en el mundo y no reconocían superior en lo temporal, ¿cómo una mujer podía tener aquellas atribuciones máximas?2 Tal vez esto llevó a muchos de los escritores contemporáneos de Isabel a plantear su imagen de la reina a partir de la excepcionalidad y de una «masculinización» que fuera compatible, no obstante, con su plena y ejemplar condición femenina. Así se expresa un cronista, el continuador de Pulgar: «Aunque mujer, y por eso de carne flaca, era alumbrada de dones y gracia espiritual».

Fue Anglería quien más admiró aquella, al parecer, excepcional cualidad de la reina, tanto en los primeros momentos de su estancia en la corte como después de morir Isabel:

De él /el rey/ no sorprende que sea admirable... pues leemos en las historias incontables ejemplos de hombres justos, fuertes, dotados de toda virtud, incluso sabios. Pero ella, ¿quién me encontrarías tú entre las antiguas, de las que empuñaron el cetro... que haya reunido juntas en las empresas de altura estas tres cosas: un grande ánimo para emprenderlas, constancia para terminarlas y juntamente el decoro de la pureza? Pero esta mujer es fuerte, más que el hombre más fuerte, constante como ninguna otra alma humana, maravilloso ejemplar de pureza y honestidad. Nunca produjo la naturaleza una mujer semejante a ésta. ¿No es digno de admiración que lo que siempre fue extraño y ajeno a la mujer, más que lo contrario a su contrario, esto mismo se encuentre en ésta ampliamente y como si fuera connatural a ella?


El estudio de los textos que dedicaron a Isabel algunos humanistas y otros autores que escribieron en Italia por aquellos años, como Ugolino Verino, Carlo Verardi, Paulo Pompilio o Diego Guillén de Ávila, ha permitido añadir nuevos matices a la visión de la reina como «virago», mujer-hombre, especie de Diana, siempre como hecho excepcional. Y del mismo modo lo destacan algunos literatos de la corte isabelina, en textos ditirámbicos cuya finalidad no era tanto halagar personalmente a la reina como propagar una imagen política enaltecedora, especialmente en los comienzos del reinado. Tal es el caso de fray Iñigo de Mendoza, o el de Juan de Lucena:

¡O alta fama viril / de dueña maravillosa / que el estado feminil / hizo fuerza varonil / con cabtela virtuosa!


(Fray Iñigo de Mendoza Dechado y regimiento de príncipes Zamora, 1493. Resalta el mal estado anterior y el bueno actual. Propone las virtudes cardinales como modelo de acción de la reina).

¡Oh corazón de varón vestido de hembra, ejemplo de todas las reinas, de todas las mujeres dechado y de todos los hombres materia de letras!


(Juan de Lucena. Compara también a Isabel con Diana)

A mi entender, la cuasi-comparación de Isabel con la Virgen María, a que se libran algunos poetas y, en menor grado, el propio Anglería, obedece al mismo afán de resaltar la excepcionalidad de la persona y del caso isabelinos, de modo que su consideración fuera compatible con los esquemas mentales aceptados acerca de la mujer:

Alta reina soberana / si fuérades ante vos / que la hija de Santa Ana, / de vos el hijo de Dios / recibiera carne humana.


(Antón de Montoro, en el Cancionero de Pedro Guillén de Sevilla)                


Bien se puede con verdad desir que así como Nuestro Señor quiso en este mundo nasciese la gloriosa Señora Nuestra e della procediese el universal redentor del linage humano, así determinó vos, señora, nasciésedes para reformar e restaurar estos reinos e sacarlos de la tiránica governación en que tan luengamente han estado.


(Valera)                


Pasemos ahora de largo por aspectos que, sin embargo, son fundamentales para observar la figura de la reina tal como la vieron sus contemporáneos. Así, el matrimonio con Fernando y el gobierno conjunto en Castilla -que no en la Corona de Aragón-, los hijos y la vida familiar, e incluso la ejemplaridad regia en la organización de su Casa, salvo en un aspecto.

La reina, al ser mujer, tuvo la necesidad de construir un entorno humano, en su casa, formado por otras mujeres que no estorbara sino que apoyara su acción política. En las circunstancias de aquella época, éste era un empeño que ofrecía dificultades considerables y llevarlo a cabo supone una habilidad humana y política de Isabel que tal vez todavía no se ha apreciado suficientemente, expresada en la convivencia, a su alrededor, de «mujeres ancianas de linaje», o dueñas, con doncellas nobles o hijas de oficiales de la casa real que se criaban en ella, cerca de la reina, y a las que ésta dotaba generosamente para sus casamientos, en cuya promoción u orientación intervino con frecuencia.

La buena guarda de aquella compañía femenina era esencial, tanto por motivos morales como políticos: sus miembros eran como una prolongación de la reina, en su condición de mujer y en su capacidad para gobernar sus casas, junto a sus maridos, como Isabel gobernaba la suya. Así lo señalan tanto Pulgar y su anónimo continuador como el protonotario Lucena. Sículo y Bernáldez que la describe como «amiga de su casa, reparadora de sus criadas e de sus donzellas». Y así lo confirman las cuentas de la casa real y en el mismo testamento de la reina, donde hay muchas y muy sustanciosas partidas de dinero dedicadas a dotes, que a veces favorecían a doncellas huérfanas (dos millones de maravedíes en el testamento).

En cuestiones de buen nombre y honestidad femeninos, los desvíos eran especialmente dañinos tanto por motivos morales como políticos, puesto que, de nuevo, Isabel manifestaba así la diferencia entre su casa y gobierno y los de tiempos inmediatamente anteriores: «aborrecía mucho las malas», escribe Pulgar, y Bernáldez le sigue en la misma opinión: «muy amiga de los buenos y buenas, fue muy feroz y enemiga de los malos y de las malas mujeres».






ArribaAbajo3. Religiosidad

Los reyes eran vicarios de Dios y gobernaban por su gracia y providencia. Este era el argumento supremo en que Isabel legitimaba su poder, y así lo expresa Pulgar en la oración que pone en su boca durante los tiempos difíciles de la guerra sucesoria:

Tú, Señor, que conoces el secreto de los corazones, sabes de mí que no por vía injusta, no con cautela ni tiranía, mas creyendo verdaderamente que de Derecho me pertenecen estos reinos del rey mi padre, he procurado de los haber, porque aquello que los reyes mis progenitores ganaron con tanto derramamiento de sangre no venga en generación ajena. Y tú, Señor, en cuyas manos es el derecho de los reinos, por la disposición de tu Providencia me has puesto en este estado real en que hoy estoy, suplico humildemente, Señor, que oigas ahora la oración de tu sierva y muestres la verdad, y manifiestes tu voluntad con tus obras maravillosas, porque si yo no tengo justicia, no haya lugar de pecar por ignorancia, y si la tengo, me des seso y esfuerzo para que con el ayuda de tu brazo lo pueda proseguir y alcanzar, y dar paz en estos reinos, que tantos males y destrucciones hasta aquí por esta causa han padecido.




3.1. Religiosidad personal

La relación de un rey con la religión y con los administradores de la autoridad sacerdotal era, en aquellas circunstancias, un aspecto fundamental de su personalidad y de su actividad. Más allá de los tópicos que puedan aplicarse a casi todos los reyes, Pulgar afirma algunos rasgos que se comprueban continuamente en otros autores y fuentes de conocimiento al describir una Isabel que era especialmente «católica y devota» y tenía «conversación con personas religiosas y de vida honesta», cuyo consejo buscaba -pensemos en fray Hernando de Oropesa o de Talavera-. Bernáldez se explaya en calificativos: «muy católica en la santa fe... devotísima y muy obediente a la Santa Madre Iglesia... contemplativa e muy amiga e devota de la sancta e limpia religion», a modo de nueva Santa Elena, cristianísima... El continuador de Pulgar añade que tenía «pensamientos muy santos y justos» y Cisneros resalta su «piedad cristiana», lo mismo que el rey Fernando al comunicar su fallecimiento y afirmar que vivió «santa y católicamente» en «virtud y temor de Dios». Münzer recoge la versión oficial en la Corte: «religiosísima, piadosísima, humildísima».

Todo esto quiere decir, aceptando su veracidad básica, que hemos de considerar la religiosidad de la reina con la perspectiva de su tiempo, en el marco de las inquietudes reformistas pero dentro de un universo mental cristiano que abarcaba a la vez aspectos espirituales, personales, sociales y políticos, que proporcionaba una «concepción del mundo» sin cuyo conocimiento adecuado mal podemos entender nada de su acción de gobierno ni de sus convicciones más profundas.

Isabel cultivó la faceta contemplativa y rigurosa de la religiosidad, al menos en sus años finales, como era propio de la devotio moderna, pese a las obligaciones continuas propias de su condición regia. Al escueto testimonio de Bernáldez (era «contemplativa»), hay que añadir aquí los de Sículo y el continuador de Pulgar:

«Estudio de vida apartada». «Dada a la contemplación y dedicada a Dios. Ocupábase en los oficios divinos muy continuamente, ni por eso dejaba la gobernación humana»


(Cont. Pulgar)                


¿Había sido así desde su juventud? Gómez Manrique lo deja entrever en un texto, algo crítico, donde contrapone los deberes de la gobernante a los de las religiosas:

El rezar de los salterios, / y el decir de las horas / dexad a las oradoras / que están en los monesterios. / Vos, señora, por regir / vuestros pueblos y regiones, / por hacerlos bien vivir / por los males corregir, / posponed las oraciones... Ca no vos demandarán / cuenta de lo que rezais; / si no vos disciplinays, no vos lo preguntarán. / De justicia si hezistes / despojada de pasión / si los culpados punistes / o los malos consentistes / desto será la quistión.


(Gómez Manrique, Regimiento de Príncipes)                


Todos los datos con que contamos señalan a la reina tal como la describe Sículo, muy diligente y generosa en las «cosas del culto divino», cuidadosa en escoger «sacerdotes muy sabios y diestros en las cosas sagradas y ceremonias de la Iglesia» para la capilla real, dotada con gran número de capellanes, cantores y maestros de letra y canto.

Más difícil es llegar al fondo de su religiosidad personal. Parece que la vinculaba directamente ligada al misterio de la redención de Cristo, acaso incluyendo su vertiente apocalíptica, al menos si consideramos así su devoción y atención al Santo Sepulcro, señalada por Münzer y por el continuador de Pulgar, además de por sus propias acciones de protección diplomática y económica.

La otra vertiente de su religiosidad se realizaba en la práctica de la limosna. La reina era generosa en sus limosnas «de secreto», aunque éste era parcial porque todo pasaba por los libros de cuentas de su limosnero o de alguno de sus tesoreros. Fue «muy amiga de los buenos y buenas, así religiosos como seglares, limosnera y edificadora de templos y monasterios» (Bernáldez), y dadivosa con las casas de religiosos y monasterios que vivían los ideales reformistas, «aquellas do conocía que guardaban vida honesta»: al afirmarlo así, Pulgar sintetiza en una frase las numerosas partidas de gasto que figuran en las cuentas de la Hacienda regia, sobre todo en momentos especiales, como 1491 y 1492, cuando la acción de gracias era urgente: tales son los «grandes dispendios en ornamentos para iglesias» a que aludía Münzer en 1494, pero su acción en este aspecto fue habitual: «Sería cosa muy dificultosa saber el precio de lo que gastaba en comprar ornamentos para los altares y ministros de ellos, y otras cosas al culto divino necesarias...» (Sículo).

En la hora de la muerte, en su testamento, también quiso mostrar, como parte del balance de su reinado, la actitud religiosa personal que había regido sus actos, más allá de las ceremonias a que su condición regia le obligaba, mediante el lenguaje de los actos funerarios que dispuso, en la sencillez con que ordenó sus exequias y su sepultura, con losa baja, en el monasterio franciscano de La Alhambra de Granada, cuando lo habitual era utilizar los funerales regios como momento de costosa exaltación política. En Isabel predominó, en este caso, su sensibilidad religiosa franciscanista sobre cualquier otra consideración...

*  *  *

Hay algunos aspectos, tal vez laterales, que contribuyen a explicar mejor la mentalidad de Isabel en estos aspectos. Se trata de su aversión a todo lo que se opusiera al recto orden religioso, tal como se concebía en su tiempo. No era sólo la herejía sino que también «aborrecía extrañamente sortilegios y adivinos e todas personas de semejantes artes e invenciones», sin duda por las connotaciones diabólicas que se atribuía a aquellas prácticas. Y, por un motivo semejante, detestaba los juegos de azar, y los prohibió, y le disgustaban las corridas de toros, por el riesgo innecesario que entrañaban: en ambos casos manifestaba un criterio moral coincidente con el de los pensadores eclesiásticos más notables, que consideraban aquellas actividades como una ofensa a Dios o, al menos, como ocasión de pecado.

En la actitud de la reina podía haber un punto de rigidez, y hubo de mantenerlo en soledad, si tenemos en cuenta que la mayor parte de sus contemporáneos, entre ellos reyes y nobles, eran dados a creer adivinanzas y profecías, jugaban a dados y se complacían en deportes y actividades de riesgo, y Fernando no sería una excepción aunque el cronista le muestra siempre en juegos lícitos: «placíale jugar todos juegos, de tablas y ajedrez y pelota; en esto, mientras fue mozo, gastaba algún tiempo más de lo que debía».

La reina había reiterado las antiguas prohibiciones eclesiásticas de jugar a los dados y, por una vez, la orden parecía cumplirse, o, al menos, así lo pretenden tanto Bernáldez -«los tableros de jugar quitados»- como Pulgar:

Y de tal manera mandaban ejecutar la pena en la persona que los jugaba, que ninguno los osaba jugar. Y las penas que de esto se habían, mandaban distribuir en cosas pías.


(Cap. CLXVII. 1485)                


La actitud ante las corridas de toros:

De los toros sentí lo que vos decís /fray Hernando de Talavera/ aunque no alcancé tanto; mas luego allí propuse con toda determinación de nunca verlos en toda mi vida, ni ser en que se corran; y no digo defenderlos porque esto no era para mí sola


(Carta de la reina a fray Hernando de Talavera, 1493)                


«Y no digo prohibirlos porque esto no era para mí sola»: es de suponer que la reina también aplicaría este razonamiento ante la realidad inextinguible de la prostitución, un hecho que la repugnaría en su conciencia moral y como mujer. Pero, en el plano de la acción gubernativa, sólo podía promover la tendencia, general en su tiempo, a controlar y limitar su ejercicio al ámbito de las mancebías públicas, mediante la vigilancia de las autoridades, en general las municipales, de modo que se aplicaba el criterio del «mal menor» y de protección de la moral pública, al prohibir la prostitución clandestina y penalizar la presencia de hombres casados, además de que la regulación se presentaba también como posible vía de reintegración social de las prostitutas en casos individuales, como medio de control sanitario y como instrumento de protección de aquellas mujeres contra rufianes y proxenetas. La reina sabía lo que estos cambios podían significar y sus contemporáneos también puesto que la obra literaria más conocida del reinado, La Celestina, refleja perfectamente la novedad y el disgusto de la vieja alcahueta, regente de un prostíbulo privado.




3.2. Trato con los eclesiásticos. Reforma de la Iglesia

La investigación histórica actual ha comprobado la perseverancia que los cronistas atribuyen a Isabel en conseguir que la «suplicación» regia al papa para la provisión de sedes vacantes fuera una prerrogativa cierta de la monarquía. La reina tenía claro que, en cuanto a la doctrina, el papa y los sacerdotes tenían competencia plena y no compartida pero, en lo que tocaba a la administración, ella debía intervenir, proponiendo para los obispados vacantes, siempre que podía, «hombres generosos o grandes letrados y de vida honesta» y manteniendo una relación que respetara la «honra y guarda de preeminencia» a los prelados, pero que dejara claro cómo, en lo temporal, el poder regio era superior. Y no podemos olvidar que lo temporal incluía una masa de renta eclesiástica y unas competencias jurisdiccionales que Isabel y Fernando utilizaron a menudo en beneficio de su acción de gobierno. Las tensiones con el pontificado a este respecto alcanzaron momentos agudos en varias ocasiones pero, en general, la reina imponía su criterio:

Cuando había que proveer alguna dignidad u obispado, la reina «más miraba en virtud, honestidad y ciencia de las personas que las riquezas y generosidad, aunque fuesen sus deudos... Lo cual fue causa que muchos de los que hablaban poco y tenían los cabellos más cortos que las cejas, comenzaron a traer los ojos bajos mirando la tierra y andar con más gravedad y hacer mejor vida, simulando por ventura algunos más la virtud que ejercitándola».


(Sículo)                


Por otra parte, la reina puso su mayor empeño en apoyar la reforma de los monasterios y conventos mediante la introducción en ellos de la observancia, o vuelta al espíritu primitivo de cada regla, que consideraba más concorde con los ideales religiosos de su época. Pero procuró que los reformadores no cometieran excesos en la aplicación de la reforma, y así lo recuerda en su testamento:«de que se sigue muchos escándalos e daños e peligros de sus ánimas e consciencias». Era devota «a todas las religiones» (cont. Pulgar), esto es, de todas las órdenes religiosas, pero especial protectora de las casas de observantes: dotó y protegió a muchas de ellas, «do conocía que guardaban vida honesta» (Pulgar), y fundó otras. De modo que, según otros autores.




3.3. Contra la herejía. La expansión de la fe cristiana

Entre las competencias eclesiásticas, se contaba la pesquisa o inquisición sobre herejía y otros casos similares, y su castigo de acuerdo con el «brazo secular». Isabel dio el paso decisivo de promover el establecimiento de la Inquisición, paso que venía gestándose en Castilla desde mediados de siglo, y marcó un rumbo a la historia socio-religiosa y política de la España moderna, tal vez más allá de lo que ella misma pudo imaginar. Lo hizo sin vacilaciones, al parecer, ni mala conciencia ante los padecimientos que aquellas medidas iban a provocar, inevitablemente.

Pulgar alaba la acción contra «algunos cristianos de linaje de los judíos que tornaban a judaizar, e hizo que viviesen como buenos cristianos», y deja bien claro que los reyes no obtenían beneficio material de ella puesto que los bienes confiscados a los condenados se empleaban «en cosas concernientes a la defensión de la fe», como la armada que se organizó contra los turcos en 1480 o la conquista de Granada, pero manifiesta sus críticas respecto a determinados procedimientos y excesos, sobre todo, denuncia el odio con que actuaban algunos inquisidores y sus oficiales. Expresar aquella actitud requería un valor extraordinario en aquella situación, pero no creo que perjudicara la consideración en que la reina le tenía aunque tal vez fuera causa de su alejamiento de la corte entre 1478 y 1482. De todos modos, sólo con anuencia de la reina podría haberla expresado en su Crónica.

En cambio, en otro cronista, Andrés Bernáldez, ni se halla la menor alusión a los abusos y sufrimientos que causaron la Inquisición a los conversos, el destierro a los judíos o la conversión casi forzosa a los musulmanes. Por el contrario, su opinión sobre los conversos es diáfana y, en muchos aspectos, hostil, comenzando por su «linaje» judaico, y lo mismo sucede respecto a los judíos propiamente dichos, cuyo destierro y desgracias fueron consecuencia de la contumacia en el error, único responsable de sus desgracias:

Ved qué desventuras y qué deshonras y qué plagas y qué mancillas y qué majamientos vinieron a esta generación por el pecado de la incredulidad y porfiada y vana afición que tomaron de negar el Salvador y verdadero Mesías suyo...


Otros autores aluden a la Inquisición y a la conquista de Granada como aspectos de una misma política: la expansión de la fe situando a judíos en la tesitura de la aceptación o el destierro y a los musulmanes ante una conquista que hiciera más sencilla su futura conversión, que ya era un hecho cuando Angléria o Galíndez escriben:

No hay quien tenga dudas sobre su comportamiento, juntamente con su marido, en la extirpación de las herejías, en la pureza de la religión, en la eliminación de sus reinos de todos los judíos, quienes todo lo manchaban con sus tráficos... Cuál fuera su preocupación por el exterminio de los mahometanos, y que clase de guerra les hizo con el rey, su esposo, hasta exterminarlos.


(Anglería)                


En todo caso, una vez concluidas aquellas acciones -expulsión o conversión de judíos y musulmanes- Isabel no volvió sobre ellas. Las consideraría asunto resuelto, de acuerdo con sus propósitos y convicciones, y ni siquiera las menciona en su testamento donde, en cambio, alude a las situaciones todavía vigentes y a los proyectos en marcha: apoyar a la Inquisición, en el primer caso y, en el segundo, proseguir las conquistas en África y la guerra allí contra los musulmanes como enemigos de la fe católica.






ArribaAbajo4. Poder


4.1. Una reina providencial y restauradora

La preeminencia y dignidad reales implicaban la enorme responsabilidad de ejercer un gran poder, hacerlo bien, a través de la acción de gobierno y justicia, y hacerlo de manera continuada, acertando en cada situación a combinar los principios teóricos con la situación y las posibilidades prácticas. Bernáldez afirma que fue «muy celosa del pro y bien de sus reinos, y de la justicia y gobernación de ellos» y «muy concertada en sus hechos». La excelencia que Pulgar atribuye a la reina en estos aspectos se fundamenta en algunos rasgos principales de su personalidad, situados en el contexto de las ideas políticas de aquel tiempo, que explicaban las razones de la preeminencia regia como cabeza del cuerpo del reino, y los peligros que se derivaban de menospreciarla o atacarla. Sin duda, es uno de los argumentos de fondo que Pulgar emplea a favor de Isabel en la primera parte de la Crónica, la dedicada a narrar los sucesos de lo que ya entonces se denominó los «años rotos», a partir de 1464:

Todo reino es habido por un cuerpo natural, del cual tenemos el rey ser la cabeza y todo el otro reino los miembros; y si la cabeza por alguna inhabilidad es enferma, parecería mejor consejo poner las medicinas que la razón quiere que quitar la cabeza, que la natura defiende. Especialmente debemos considerar que por razón y por justicia no podemos quitar el título que no dimos, ni privar de su dignidad al que reina por derecha sucesión; porque si los reyes son ungidos por Dios en las tierras, no se debe creer que sean sujetos al juicio humano los que son puestos por la voluntad divina. La Sacra Escritura expresamente defiende rebelar y manda obedecer a los reyes, aunque sean indoctos, porque sin comparación son mayores las destrucciones que padecen los reinos divisos que las que se sufren del rey inhábil.


Pues bien, Isabel y, con ella, Fernando, habrían venido a restaurar el buen funcionamiento del organismo político, con la reforma de los males y desórdenes de la época anterior y su «solicitud en el bien común», según señala Valera a comienzos del reinado, y reitera Cisneros cuando ya había concluido: «todo esto se restauró por la reina doña Isabel de buena memoria», mediante la «paz, justicia y buena gobernación» que introdujo, según el rey Fernando escribía en la carta comunicando su muerte. Y todo ello en poco tiempo, lo que fue maravilla (Pulgar), con «fortuna en todo lo que comenzaba» (Pulgar) y «gran ánimo para emprender empresas de altura» (Anglería). Entre las virtudes con aplicación política que diversos autores destacaron en Isabel se cuentan la fortaleza, la justicia, la modestia, la constancia y, especialmente, la prudencia (Sículo, Anglería, Bernáldez, Guicciardini), así como la capacidad para atender a sus gobernados: «amor a los súbditos» (Valera), «madre piadosa de sus súbditos», «apacible a suplicantes y negociadores» (cont. Pulgar), «refugio de los buenos, azote de los malos, aquellos que durante tantos años habían sido la pesadilla del reino» (Anglería).

Todos los que escriben en los años finales del reinado o después de morir la reina insisten en los mismos argumentos:

Por ella fue librada Castilla de ladrones y robadores y bandos y salteadores de los caminos, de lo cual era llena cuando comenzó a reinar... En el cual tiempo fue en España la mayor empinación, triunfo y honra y prosperidad que nunca España tuvo después de convertida a la fe católica, ni antes. La cual prosperidad alcanzó por el precioso matrimonio del rey don Fernando y de la reina doña Isabel, por lo cual se juntaron tanta multitud de reinos y señoríos como dice el dicho su título, los que trajeron al matrimonio y los que ellos ganaron, mediante Dios que siempre les ayudó. Y así fueron infinitamente poderosos, y floreció por ellos España infinitamente en su tiempo, y fue en mucha paz y concordia y justicia. Y ellos fueron los más altos y más poderosos que nunca en ellos fueron reyes... Así España fue en tiempo de estos bienaventurados rey y reina don Fernando y doña Isabel, durante el tiempo de su matrimonio, más triunfante y más sublimada, poderosa, temida y honrada que nunca fue. Así, de esta muy noble y bienaventurada reina vivirá su fama por siempre.


(Bernáldez)                


De su muerte a ningún malo en toda España le pesó ni a ningún bueno le plugo ni dejó de llorarla, porque luego los viciosos triunfaron y los honestos y virtuosos fueron en menos tenidos y estimados y luego la justicia se eclipsó en sus ministros... los estados de los hombres mudaron la costumbre y en fin todo se trocó y mudó en tan diferente manera como es lo blanco de lo prieto y el día de la noche...


(Fernández de Oviedo)                





4.2. El ejercicio del oficio regio

En el testamento de Isabel se pone de manifiesto la conciencia que tuvo de su deber político, y de los fundamentos religiosos en los que lo basaba: Ambos aspectos comienzan a manifestarse ya en la extensa declaración de fe religiosa que abre el testamento, en la sensibilidad que la reina muestra sobre la especial responsabilidad del gobernante, de los «poderosos», de «los que de grandes reinos y estados hemos de dar cuenta». Isabel se preparaba para el inmediato tránsito de su condición de reina a la de «pequeño individuo» que esperaba la misericordia y gracia de Dios redentor pues que «ninguno ante Él se puede justificar». También en esto, y en su concepción de la Corte celestial y de los protectores y mediadores que deseaba encontrar en ella para hallar gracia, pensaba según los términos del modelo religioso-político al que había deseado ajustar su acción de gobierno.

Ante todo, parece cierto que siempre mostró una excepcional capacidad de trabajo: era «muy trabajadora por su persona» según Pulgar y «esforzadísima», para Bernáldez. Había en esto un inmenso contraste respecto a la negligencia de su hermanastro Enrique y la total inoperancia de su padre Juan II.

La reina tuvo siempre mucha tenacidad en la consecución de sus objetivos políticos, dado que «se retraía con gran dificultad» de sus propósitos. Así ocurrió con la conquista de Granada, que se comenzó por su «solicitud» y continuó hasta el fin.

El recto ejercicio del poder real exigía mantener los compromisos adquiridos, y éste es otro rasgo que Pulgar destaca en la reina, el de ser «verdadera en mantener su palabra», y también Bernáldez: «verdadera, clara, sin engaños». Pero incluso la palabra real podía alterarse si había circunstancias cuya especial gravedad así lo exigiera. Se trata de un principio básico del absolutismo regio, aunque Pulgar no lo explica de esta manera: si el monarca es a legibus solutus, y puede usar de su potestad extraordinaria por encima de las leyes, aunque en la ordinaria se atenga a ellas, ¿cuánto más en el cumplimiento de su palabra, que es ley no escrita? El límite de esta atribución venía dado por su propia condición moral y por el ejercicio de la prudencia política. También Fernando, escribe nuestro cronista, «ome era de verdad, como quiera que las necesidades grandes en que le pusieron las guerras, le fazían algunas veces variar».

La reina distinguía claramente entre su responsabilidad, que era tomar decisiones como gobernante, y la necesidad de recibir consejo adecuado y tenerlo en cuenta: «siempre proveída de muy alto consejo, sin el cual nunca se movía», la muestra Bernáldez, y Münzer lo refrenda: «de alto consejo en la guerra y en la paz» aunque, añade por su parte Pulgar, «por la mayor parte seguía las cosas por su arbitrio». El cronista viene a expresar la misma máxima de acción política, propia de la soberanía regia, que Saavedra Fajardo acuñó siglo y medio después de manera emblemática: «más acierta un príncipe ignorante que se consulta, que un entendido obstinado en sus opiniones», pero, en todo caso, los consejeros y «ministros» «asístanle al trabajo, no al poder» porque no son «compañeros del imperio» regio sino sus servidores.

Y, en fin, en el ejercicio de su regia potestad, otro rasgo que también destaca Pulgar es la fuerte conciencia de la dignidad regia y el sentimiento que provocaba en Isabel cualquier ataque contra ella. Tenía «gran corazón», aunque, como buen político, sabía disimular la ira. Del mismo modo, en Fernando «ni la ira ni el placer hacían en él gran alteración». Palencia se atreve a describirla como «magistra dissimulationum simulationumque» con motivo de su enfrentamiento con los segovianos, a comienzos del reinado. Y, años después de su muerte, la opinión sobre el alto aprecio que ella tenía de su oficio regio continuaba vigente: «Se hacía amar y temer de sus súbditos» escribe Guicciardini haciéndose eco de aquella opinión, así como Castiglione:

Y de esto /de su justicia y clemencia/ nació tenerle los pueblos un extremo acatamiento mezclado con amor y con miedo, el cual está todavía en los corazones de todos tan arraigado que casi muestran creer que ella desde el cielo los mira y desde allá los alaba o los reprende de sus buenas o malas obras.



Bien es verdad que, en aquel tiempo, la juridificación del poder era ya mucho mayor que en otros, altomedievales, cuando la «ira regia» actuaba discrecionalmente, pero podía acentuar o acelerar el rigor de la justicia en determinadas ocasiones, sobre todo en casos que atentaran contra la preeminencia del poder real.




4.3. Preeminencia y representación del poder real

Porque Isabel estaba muy dispuesta a «guardar su honra» a los titulares de otros poderes, esto es, a los prelados y a los grandes nobles del reino, y así lo manifestaba en los actos de corte, «en sus hablas y en los asientos, guardando a cada uno su preeminencia según la calidad de su persona y dignidad» (Pulgar). Respetaba así en la práctica su idea de una sociedad estamental, articulada en torno a jerarquías, desigualdades y privilegios, y procuraba hacerlo bien porque de aquella manera cumplía con su sentido de la equidad y con su ideal de mantener la armoniosa unión política de su corona y la justicia y paz en el seno de aquel orden social, dando o guardando a cada uno lo suyo.

Pero, por encima de todo, se situaba la preeminencia del poder real y de lo que la persona del rey representaba y simbolizaba: «soberana en el mandar» y «muy poderosa», la define Bernáldez.

Así se explica mejor la atención que Isabel dedicó a la puesta en escena de su propio poder, esto es, al ceremonial de corte, de manera más continua que otros reyes -el contraste a este respecto con la desidia de Enrique IV es evidente- e intensificando, cuando le parecía preciso, sus actos, ritos y símbolos, marcando en cada caso las distancias que la preeminencia regia exigía porque, como escribe Pulgar, «la Sacra Escritura manda que no hable ninguno con su rey papo a papo, ni ande con él a dirme y dirte he». Las cuentas del reinado nos hacen ver cómo fue aumentando lo gastado o, mejor, invertido en aquellas expresiones, de las que se derivaba rentabilidad política, y Pulgar explica muy bien las razones de la actitud regia:

Muy ceremoniosa en los vestidos y arreos y en sus estrados y asientos y en el servicio de su persona; y quería ser servida de hombres grandes y nobles, y con grande acatamiento y humillación. No se lee de ningún rey de los pasados que tan grandes hombres tuviese por oficiales...Y como quiera que por esta condición le era imputado algún vicio, diciendo ser pompa demasiada, pero entendemos que ninguna ceremonia en esta vida se puede hacer tan por extremo a los reyes que mucho más no requiera el estado real, el cual así como es uno y superior en los reinos, así debe mucho extremarse y resplandecer sobre todos los otros estados, pues tiene autoridad divina en las tierras.



Otros autores más tardíos se limitan, en este punto, a exponer sintéticamente aquella realidad, sin comentarla. La reina, según el continuador de Pulgar, tuvo «majestad mayor que nunca fue vista». «Deseosa de grandes loores y clara fama» (Sículo), «amante de la gloria» (Guicciardini).

*  *  *

En resumen, Isabel siguió un modelo de acción política que procuró transmitir y recomendar a sus sucesores, al explicar en su testamento cuáles eran sus características principales:

  • [Relación rey-súbditos]: Que sean muy benignos y muy humanos con sus súbditos y naturales y los traten y hagan tratar bien.
  • [Conservación del patrimonio real]: Que no enajenen nada de los reinos.
  • [Preeminencia real]: Que hagan obedecer la preeminencia real y todas las leyes.
  • [Justicia]: Que administren bien y pronto justicia, poniendo las personas adecuadas para administrarla.
  • [Hacienda]: Que se cobren y recauden con justicia, sin abusos, las rentas reales.
  • [Administración]: Que reduzcan los «oficios» a su número antiguo y no permitan nuevos acrecentamientos.


Pasamos a considerar, así, en los aspectos concretos del gobierno isabelino, tal como los vieron sus contemporáneos: justicia y gobierno, patrimonio real y fiscalidad, guerra y diplomacia. Pero sobre esto sólo puedo indicar algunos rasgos principales, muy brevemente.






ArribaAbajo5. Justicia y gobierno

El rasgo más característico de Isabel como gobernante fue, con toda probabilidad, su inclinación a «hacer justicia», «tanto que le era imputado seguir más la vía del rigor que de la piedad. Y esto hacía -explica Pulgar- por remediar a la gran corrupción de crímenes que halló en el reino cuando sucedió en él». Para Bernáldez era «muy liberal en sus justicias, justa en sus juicios». Este rasgo es, sin duda, el que con mayor frecuencia resalta Pulgar en su relato cronístico, en contraste con la personalidad de Enrique IV que «era ome piadoso e no tenía ánimo de fazer mal ni ver padescer a ninguno, e tan humano era que con dificultad mandava executar la justicia criminal». Isabel también tenía aquellos rasgos de humanidad pero distinguía claramente entre sus sentimientos personales y lo que consideraba sus deberes políticos, según cada situación, además de argumentar que ella podía considerar el perdón de lo que se hiciera contra su persona, pero no tenía la misma facultad para darlo por lo que se había hecho contra otros, que tenían legítimo derecho a demandar justicia.

Esta reina perdonaba muy ligeramente los yerros que contra ella se hacían pero los yerros hechos contra otras personas muy gravemente y con grandes dificultades era traída a los perdonar, porque no podía sufrir a los quexos y clamores que le daban los agraviados e injuriados, sin que llevasen remedio de su justicia.


(Pulgar, cap. LV)                


«Justicia sin crueldad», afirmaba Gómez Manrique. Los testimonios de otros escritores siempre se encaminan en la misma dirección: justicia a todos por igual, según Cisneros, que la describe como virgam ferream, mientras que el continuador de Pulgar se refiere más al equilibrio entre justicia y misericordia, y la inclinación por ésta segunda en caso de duda. Galíndez y Sículo son más extensos en sus apreciaciones:

Amaron mucho la justicia y todo género de virtudes, honrando y favoreciendo con palabras y obras a los que las poseían... Y en esto tuvieron tal modo que en poco tiempo allanaron y plantaron la justicia, andando por el reino de unas provincias en otras, para que con su presencia temiesen los insolentes y osasen pedir justicia los temerosos.


(Galíndez)                


Hacer justicia personalmente era el modo principal de restaurar y defender la jurisdicción real, pero no el único en una época en la que crecían las dificultades para mantener bajo control personal del rey unas relaciones políticas y unos aparatos y medios administrativos muy complejos, dotados de su propia lógica de funcionamiento, de modo que era preciso legislar con «espíritu conservador de las leyes antiguas y ordenador de las nuevas» (Cisneros) y también conseguir que las cartas y mandamientos reales se cumplieran con diligencia, como sabemos que sucedió casi siempre. En otro orden de cosas, a pesar de su interés, y de lo mucho que legisló, Isabel no consiguió que se realizara una compilación completa y satisfactoria de las leyes que regían en su reino, y así lo recuerda en su testamento:

En todos los aspectos de justicia y gobernación, la reforma del Consejo Real y la buena elección de colaboradores tuvieron una importancia decisiva que tanto Cisneros como Galíndez resaltaron en sus cartas a Carlos I. El primero, cuando recomendaba al nuevo rey que siguiera los procedimientos aplicados por su abuela:

  • No «meter en su Consejo a los Grandes, ni a sus parientes cercanos... y recélese de sus criados de ellos para que pueda con secreto y sin dificultad ordenar lo que convenga a su servicio y al bien público de su reino y estado».
  • Proveer los oficios de su casa en personas temerosas de Dios y deseosas del servicio del rey y del bien público de su reino. Que sean de buena edad, hombres de bien y entendidos, con mucha experiencia, que no tengan miedo a nadie ni se dejen sobornar o gobernar, ni por ruegos ni por dádivas, que guarden el servicio y la fidelidad. Así lo proveía la reina.
  • Información previa sobre la vida, costumbres y méritos de los candidatos a oficios y beneficios vacantes.
  • Supresión de oficios y salarios supérfluos y no necesarios para recudir su número al que había «a el tiempo de la reina doña Isabel».




ArribaAbajo6. Hacienda y patrimonio real

La reina administraba un patrimonio que no debía dilapidar, como habían hecho sus antecesores, sino legar intacto o aumentado a su sucesor. Este «patrimonio real» era el reino entero, el ejercicio efectivo en él de sus poderes políticos, de su preeminencia o soberanía, que era la misma en todas partes, y de su jurisdicción y gobierno, que eran diferentes según se tratara de realengo o de señoríos y, muy especialmente, incluía la buena administración y uso de las rentas, pechos y derechos que Castilla proporcionaba y con los que los reyes podían mantener sus medios de acción tanto civiles como militares. La visión patrimonial del reino no era una supervivencia de viejos tiempos sino que se combinaba con su imagen política como cuerpo que no se podía desmembrar y facilitaba así el acceso al concepto moderno de Estado porque, en definitiva, la plenitud del poder real pretendida o conseguida en el Antiguo Régimen vino a ser el precedente necesario de la soberanía nacional contemporánea, en la que el pueblo se constituye políticamente en cabeza y rey de sí mismo.

Claro está que esta última idea en modo alguno se le ocurriría a Isabel la Católica. Ella cuidaba su heredad, «guardaba estrechamente el patrimonio real» porque «halló el reino muy disipado y enajenado cuando sucedió en él». Y no sólo en las rentas, que fueron aumentando a lo largo del reinado, sino también en la jurisdicción debido al incremento enorme del señorío nobiliario. Pulgar atiende a ambos aspectos, puesto que por ambas vías se remuneraban servicios, con dinero o con merced de señoríos, y expone la crítica de algunos en los primeros tiempos del reinado: «érale imputado que no remuneraba bien los servicios que en aquellos tiempos le fueron hechos, y por esto decían de ella que no era muy franca». Con Fernando, el cronista va más lejos: «no podemos decir que era franco», afirma sin ambages. Pero es que a Enrique IV algunos cronistas de su tiempo le pusieron por apelativo «el franco», y no «el impotente» con que le obsequió más adelante la distribución de sobrenombres regios, de modo que Pulgar no estaba haciendo una crítica sino más bien una alabanza al comportamiento de la real pareja.

Las mercedes excesivas de señoríos hechas por Enrique IV durante los «años rotos» son cuidadosamente anotadas por Pulgar, así como las resistencias de las villas cedidas: Arévalo, Sepúlveda, Ágreda, Alcaraz, Requena, Escalona, Trujillo...

Conocida la gran flaqueza del rey y el poco cuidado que tenía de conservar lo de la corona real, todas las ciudades y villas del reino se guardaban mucho de ser enajenadas en poder de los caballeros del reino, los cuales, como se hace en semejantes tiempos, procuraban de se apoderar cada uno por su parte de todo cuanto más podían.


(Pulgar, cap. XI)                


Por el contrario, Isabel se negaba a enajenar, incluso en las circunstancias más difíciles, en 1475, cuando Alfonso V de Portugal ofrecía la paz y renunciar a sus propósitos y pretendidos derechos a cambio de territorios -Galicia, Zamora y Toro-. Isabel respondió que

Antes lo ponía todo en las manos de Dios para que dispusiese de ellos [sus reinos a su voluntad, que en sus días consintiese apartar de ellos ni solo un palmo de tierra, para que fuese enajenado en otro señorío, ni mudarlos de la manera que su padre el rey don Juan los había dejado.


(Pulgar, cap. XLVI)                


Y, en cuanto tuvo ocasión y capacidad para ello, ordenó una revisión de las mercedes hechas a partir de octubre de 1464 y redujo muchas de ellas. Son las conocidas «Declaratorias» llevadas a cabo durante las Cortes de Toledo de 1480, que Pulgar reseña muy por extenso (Cap. CXV).

De lo que ocurrió después de 1480 apenas escriben los autores que venimos citando, salvo algunos para constatar la mejora ocurrida a lo largo del reinado, esto es, el aumento de las rentas reales en gran cantidad (Cisneros). Según Galíndez,

Con haber tenido muchas guerras y grandes gastos, dejaron sus reinos desempeñados, y a sus vasallos muy prosperados y ricos, y a sus reinos en paz y tranquilidad con buen orden, religión y justicia, que duró mientras reinaron.





ArribaAbajo7. La reina y la guerra

En el reinado de Isabel I se encadenaron los conflictos bélicos, con pocos periodos de paz total y, al mismo tiempo, se desplegó la diplomacia permanente de los reyes en las Cortes europeas para aminorar o sustituir conflictos por negociación: contamos veintidós años de guerra por sólo ocho de paz o tregua. Aunque, salvo la guerra de sucesión, todos se desarrollaron fuera de Castilla, el esfuerzo militar, hacendístico y económico que el reino soportó fue muy grande y a él se refieren, directa o indirectamente, las escasas críticas explícitas que se dirigieron contra los reyes.

Dos de entre ellas se conocen mejor porque sus autores fueron procesados: las «coplas» del regidor jerezano Hernando de Vera, en 1490, condenado a muerte y luego perdonado, y las declaraciones, mucho más agresivas, del corregidor de Medina del Campo, García Sarmiento, en septiembre de 1506, cuando se acababa de producir el cambio de gobierno, con la salida de Fernando el Católico y el acceso al poder efectivo de Felipe I, aunque la pesquisa contra Sarmiento tuvo lugar después de la inesperada muerte de Felipe, cuando ya iba a producir el regreso de Fernando.

Pueden considerarse como casos aislados pero también es posible que respondan a estados de opinión más amplios y difusos, en especial entre los medianos del reino, no tanto contra la figura y la acción política de Isabel como contra la excesiva presión que soportaba Castilla, que había de aportar tropas, dinero y avituallamientos en masa para empresas bélicas: unas relativas a los intereses del reino, como fue el caso de Granada, lo que las hacía más soportables, pero otras destinadas a satisfacer los propios de la política dinástica en empresas externas -Nápoles, Rosellón- para cuya ejecución ni siquiera se había buscado el consentimiento de las Cortes y que, además, perturbaban la actividad económica, especialmente la mercantil.

La dirección militar de las operaciones, desde los primeros tiempos de la guerra de sucesión, correspondió siempre a Fernando, «con la lanza en la mano» (Valera), pero eso no rebajó el protagonismo de Isabel, a la que el mismo cronista describe «trabajando en la gobernación de los reinos y en todo lo necesario y conveniente para la guerra... dando orden en las cosas de la guerra». Flores narra como, incluso, quiso ir en persona a la campaña primera, la de 1475, y hubo que disuadirla «porque aunque su esfuerzo lo pidiese, el hábito femenil lo excusaba». Al año siguiente, según el mismo autor, fue ella la principal impulsora de la creación de la Hermandad, y la organizadora del asedio al alcázar de Toro, una vez que la plaza cayó, y ordenó el de otras fortalezas, de modo que «no sólo tenía cuidado de gobernar y tener en justicia el reino más aún en cosas de guerra ningún valor tanta solicitud y diligencia pudiera poner».

La conquista de Granada se mantuvo gracias a su tenacidad, incluso en momentos de desánimo o menor interés por parte de «algunos grandes señores y caballeros de sus reinos», o del mismo rey que, en 1484, habría preferido concentrar su esfuerzo en la recuperación del Rosellón.

«Y por la gran constancia de esta reina, y por sus trabajos y diligencias que continuamente hizo en las provisiones, y por las otras fuerzas que con gran fatiga de espíritu puso, dio fin a esta conquista, que movida por la voluntad divina pareció haber comenzado».


(Pulgar)                


Es evidente que la actividad de Isabel durante la guerra fue decisiva en todos los aspectos salvo en el diseño y ejecución de las operaciones militares, donde el protagonismo correspondió al rey, aunque ella también tendría su parte en el consejo y asesoramiento previos. «Muchas acciones se llevaron a cabo por decisión suya», recuerda Münzer. Isabel puso en la empresa toda su tenacidad personal y política, movilizó los recursos humanos de la corte y del reino, los económicos de su Hacienda y, a través de contribuciones de la Hermandad, préstamos, indulgencias de cruzada y subsidios, los del clero y los del conjunto de la población, organizó los abastecimientos y comunicaciones para los ejércitos en campaña y los hospitales para los heridos, remuneró a muchos lisiados y a familias de muertos en la guerra y, cuando fue preciso, se hizo presente en los escenarios del conflicto para mostrar su voluntad de concluirlo sólo con la victoria.

Las informaciones sobre la actitud e intervención de Isabel en las guerras del último decenio de su reinado, que tuvieron por escenario Nápoles y el Rosellón, son mucho más escasas en cronistas y escritores. Sólo Anglería alude a la preocupación de la reina por hacer la guerra a «los enemigos de nuestra ley» y lograr la «concordia entre príncipes cristianos». Medio siglo después, Santa Cruz Insiste en la piedad de la reina: Isabel habría permitido el paso de peregrinos franceses a Santiago, en plena guerra, durante el año 1497, y habría orado pidiendo que se evitara la batalla campal contra los franceses ante Salsas, en 1503.

Pero, al mismo tiempo, junto con el rey Fernando, movilizaba la totalidad del ejército real castellano y gran parte de los demás recursos militares del reino, ordenaba alardes generales e inventarios de reservas de trigo y cebada, aseguraba el abastecimiento de las tropas en el Rosellón, ponía a punto grandes flotas de guerra y aseguraba la financiación de aquellas operaciones con dinero que también, en su mayor parte, procedía de recursos y exacciones fiscales obtenidos en Castilla.

En el último decenio de su reinado, Isabel embarcó a sus reinos patrimoniales en una nueva política exterior, europea y mediterránea pensada para servir los intereses de la nueva monarquía de España pero no tuvo cronistas que valoraran el significado de aquellos hechos y la actitud de la soberana, y los comentaristas de su reinado, después de fallecida, prestaron atención a otros aspectos de su persona y obra, de modo que, al cabo, predominó la idea de que todo aquello había sido iniciativa del rey Fernando lo que, sin duda, es una visión demasiado parcial como lo demuestra la crisis que padeció el desarrollo de aquella política en cuanto murió la reina y el rey se vio privado de los recursos castellanos.






ArribaConclusión

Con los mimbres utilizados o citados en estas páginas y no mucho más hay que tejer el cesto, esto es, hay que explicar y comprender la personalidad de la reina, procurando cotejar los datos procedentes de aquellos autores con lo que sabemos por vías documentales, donde la opinión no pesaba, o pesaba mucho menos, y medir el valor tanto de lo que dicen como de lo que ignoran o callan, consciente o inconscientemente. Así, aun aplicando con prudencia un coeficiente reductor a los elogios, en homenaje al viejo dicho «de dineros y bondad, la mitad de la mitad», se impone la conclusión de que nos hallamos ante una personalidad excepcional y fuerte, diligente y trabajadora, extraordinaria en muchas de sus calidades humanas -aunque sean las que menos podemos contrastar críticamente apelando a fuentes diversas de conocimiento-, directa y sincera en sus motivaciones, sean cuales fueren las formas en que las expresaba o llevaba a cabo mediante actos de gobierno que, desde luego, deben entenderse en el interior del mundo de estructuras y valores sociales, políticos y religiosos donde vivió la reina.

En el plano de las realidades objetivas, su compleja, eficaz e intensa obra política tuvo consecuencias de gran importancia, tanto en Castilla como en la formación de la España moderna y de sus redes de relaciones exteriores. Y, en el subjetivo, parece claro que Isabel gobernó inspirándose con convicción en un modelo religioso-político bien definido, que había comenzado a aprender desde su infancia en los tratados y predicaciones al uso, y quiso ser «representada» o «imaginada» a través de él. Por todos estos motivos acabó siendo ella misma, a su vez, modelo de gobernantes en la memoria de sucesivas generaciones.



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