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The Guardian en español

EN PRIMERA PERSONA

Luché casa por casa en Gaza como soldado israelí y sé que no habrá paz sin un acuerdo que acabe con la ocupación

Varias personas inspeccionan la destrucción tras un ataque aéreo israelí sobre Ciudad de Gaza.

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La mañana del 7 de octubre me desperté en Tel Aviv por el sonido de las alarmas. Poco después llegó un chorreo constante de noticias espantosas. Aquella mañana, mientras comenzábamos a juntar las piezas del macabro puzle de atrocidades de Hamás, se tornó evidente que Israel se enfrentaba a otra guerra en Gaza; esta vez, a una escala completamente distinta.

Escribo estas palabras 20 días después de aquel sabbat maldito, en el que cientos de personas de mi pueblo fueron masacradas, y nueve años después de que me enviaran a combatir a Hamás dentro de la Franja de Gaza, en 2014.

Me recuerdo a mis 20 años, un soldado en las fuerzas especiales Nahal, dando esos primeros pasos surrealistas adentrándonos en Gaza, un lugar que, hasta entonces, solo habíamos visto en las noticias.

Mi experiencia en Gaza

Teníamos poca idea de cómo era Gaza, de cómo la gente vivía su vida allí, de quiénes eran. Veíamos Gaza solo de forma superficial, como un lugar peligroso en el que todos nos deseaban muertos. Recuerdo que la ansiedad se apoderó de mí, con verdadero pavor a que algunos de nosotros no regresáramos.

Pasamos allí unas dos semanas. Nuestra misión era conquistar el barrio de Al Burraj en Bait Hanun, y despejarlo de terroristas, a la vez que prestábamos apoyo a las fuerzas de ingenieros enviados para destruir los túneles de Hamás.

Luchar en Gaza era diferente a cualquier cosa que hubiera hecho antes en Cisjordania. Nunca había visto a las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) emplear una potencia de fuego de tal intensidad. Como el Ejército israelí había ordenado a los civiles que abandonaran el barrio, cualquiera que permaneciera allí, según nos dijeron, era un agente de Hamás o un partidario y, por tanto, un objetivo legítimo.  

No cuestioné las órdenes que me dieron. Estaba demasiado ocupado con salir vivo de allí junto a mis compañeros. Durante nuestras dos semanas en aquel barrio, nos informaban continuamente de movimientos sospechosos, emboscadas y casas trampa. Los combatientes de Hamás divisaron uno de nuestros equipos en la casa de al lado, lanzaron un misil y mataron a un oficial, al teniente Roy Peles. La explosión dejó un cuerpo destrozado y sus compañeros de su unidad tuvieron que recolectar los trozos.

Ocupamos las casas vacías de los habitantes que habían huido, dejando tras de sí huellas de una vida normal, como álbumes familiares y libros de texto.

Vimos el cadáver de una anciana que, probablemente, se había visto atrapada en el fuego cruzado. Tenía el rostro deformado, tendida entre los escombros.

Un equipo de una unidad cercana se encontró a una familia palestina de 10 miembros, de los cuales ninguno era un terrorista. Poco a poco, se fue volviendo más difícil creer que estábamos en un campo de batalla. Al fin y al cabo, también era un barrio de civiles. Estos recuerdos del combate y de la destrucción que dejamos tras nosotros me perseguirán para siempre.

Una conclusión clara

Mis experiencias en Gaza me llevaron a una conclusión clara: debemos presionar para que haya un acuerdo con los palestinos que ponga fin a la ocupación y al bloqueo de Gaza. La vida en Gaza no es sostenible. Me deja atónito ver cómo la sociedad israelí se niega a reflexionar sobre la situación en Gaza.

Llevo años preguntándome por qué luché en el conflicto de 2014, si no le siguió ninguna acción política que fuera a evitar el siguiente. Nuestros líderes nos mintieron al decirnos que podríamos gestionar y contener este conflicto sin tener que resolverlo nunca. Estas razones me llevaron a sumergirme en el activismo. Tenía claro que Gaza era una bomba de relojería a la espera de explotar.

Como cualquier país del mundo, Israel tiene el derecho de –incluso es su responsabilidad– proteger a sus ciudadanos. Por eso decidí hacerme soldado. Pero no tenemos derecho a emplear nuestra fuerza militar para vengarnos, y nuestro objetivo debe ser atacar únicamente objetivos militares a la vez que reducir los daños colaterales al mínimo.

Ahora se supone que otra invasión terrestre resolverá el problema “de una vez por todas”. ¿No hemos aprendido nada? Han pasado nueve años y cinco campañas militares desde que estuve en Gaza, y se están cometiendo de nuevo los mismos errores una y otra vez.

Una respuesta militar no puede ser, por sí misma, traer seguridad. Temo que las políticas imprudentes que nos han llevado a esta crisis sigan dictando las decisiones del Gobierno en esta guerra.

Activismo por la paz

Ya no soy combatiente. Me he convertido en activista contra la ocupación israelí de los territorios palestinos y abogo por la paz. 

Mi batalla actual es ideológica, una batalla contra los extremistas de nuestra sociedad, que incitan al conflicto y al odio. Junto a colegas palestinos, intentamos transmitir la urgente necesidad de poner fin a la ocupación y alcanzar un acuerdo político civil. 

Actualmente, en Israel, seguir solidarizándose con los palestinos y continuar aferrándose a una visión de paz y vida compartida se considera ingenuo en el mejor de los casos y una traición en el peor.

La matanza del 7 de octubre encendió un instinto tribal de “nosotros contra ellos” en la mayoría de nosotros que dejó poco lugar a la complejidad.

Cuando combatí en Gaza, rezaba por una voz de la razón –en el Gobierno y en la población en general–, una voz que dijera claramente y de forma inequívoca que la venganza no puede ser nuestro plan de actuación, que nuestra fuerza debería usarse como una herramienta y no como una meta. Junto a los recuerdos de la destrucción de la guerra en Gaza, recuerdo claramente un momento en el que se hizo la luz: cuando se anunció el alto el fuego.

Ahora quiero ser esa voz de la razón para los soldados enviados a otra guerra más. La fuerza militar no resolverá este problema, si no va acompañada de una solución política que ofrezca esperanza de igual manera a palestinos e israelíes.

La comunidad internacional debe ayudarnos a conseguirlo. El primer paso es pedir una desescalada y la devolución de los rehenes a Israel. Cuando la guerra acabe y el fuego cese, debemos ser conscientes de que no es el fin, sino solo el principio. Las dos naciones que viven en estas tierras merecen un futuro con más que la destrucción mutua.

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Ariel Bernstein es investigador en la ONG de veteranos israelíes contra la ocupación Breaking the Silence (‘Rompiendo el silencio’).

Traducción de María Torrens Tillack.

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