Fue el escritor Rudyard Kipling quien puso el nombre de El Gran Juego a la lucha que mantuvieron británicos y rusos por el control del Himalaya. Por entonces los múltiples principados que punteaban el techo del mundo eran una inmensa e inaccesible tierra de nadie que se extendía entre los dos grandes imperios de Asia, entre ellos ninguno era tan apetecible como el reino del Tíbet, que a principios de siglo XX cubría una área tan grande como España y Francia juntas.
Aunque la región llevaba formando parte intermitentemente de China desde el siglo XIII, la decadencia de la dinastía Qing permitió al Dalái Lama gobernar de manera autónoma desde su capital de Lhasa. Sin embargo el vacío dejado por Pekín pronto fue ocupado por las dos grandes potencias emergentes de la zona, Rusia y Gran bretaña, que empezaron a disputarse la zona.
La amenaza rusa
En 1899 George Curzon llegó a la India para asumir el cargo de virrey. Como gobernador de la más brillante joya del imperio Curzon tuvo que enfrentarse al creciente expansionismo ruso, que se acababa de anexionar las regiones de Merv y Pamir en la frontera de Afganistán con Persia y la India.
La influencia rusa había también penetrado a finales de siglo en el Tíbet, gracias al monje budista Argvan Dorjieff, un agente del Zar que consiguió ganarse la confianza del 13º Dalái lama Thubten Gyatso, quien inició contactos diplomáticos con el Imperio Ruso.
Con las manos atadas por las guerra que libraban contra los bóers en Sudáfrica los británicos no pudieron hacer nada hasta 1902, cuando al fin terminó el conflicto. La situación era aún más favorable para un contraataque en el Himalaya gracias a los japoneses, que estaban decididos a declararle la guerra a Rusia para apoderarse de la estratégica base naval de Port Arthur en Manchuria, lo que sin duda impediría al Zar acudir en ayuda del Dalái Lama.
Esta favorable sucesión de acontecimientos allanó el camino para Lord Curzon, quien envió una carta al Dalái Lama exigiéndole que rompiera relaciones con los rusos. Pese a las amenazas del lord británico, ningún ejército occidental había entrado nunca en el reino, de modo que Thubten se negó desdeñosamente a someterse. El virrey envió entonces una embajada para entrevistarse con el divino rey tibetano, pero esta fue detenida en la frontera y mandada de vuelta a la India.
Los británicos invaden el Tíbet
Con las negociaciones fracasadas parecía que solo las armas podrían arrancar el Tíbet del control ruso, de modo que se organizó una expedición en 1903 al mando del general James R.L. Macdonald y el coronel Francis Younghusband, con el objetivo de invadir el reino y obligar al Dalái Lama a ponerse bajo la tutela británica por la fuerza.
Tras algunas escaramuzas fronterizas los británicos entraron en el Tíbet en pleno invierno, el 11 de diciembre de 1903. Con solo 3.000 hombres acompañados de 6.000 porteadores podía parecer que se trataba de una fuerza insuficiente para adueñarse de tan vasta región, pero pronto su armamento moderno empezó a marcar la diferencia.
De todos modo el primer enemigo al que tuvieron que enfrentarse los invasores no fueron los medievales guerreros tibetanos, sino las durísimas condiciones de la marcha, con temperaturas bajo cero y rudas carreteras de tierra cubiertas por una capa de hielo y nieve, que serpenteaban entre las montañas a más de 4.000 kilómetros sobre el nivel del mar.
La combinación de frío y falta de oxígeno fueron demasiado para Macdonald, quien se habría echado atrás a esperar la llegada de la primavera de no ser por la insistencia de Younghusband de seguir adelante.
El camino a Lhasa
Pasado lo peor del camino los británicos tuvieron su primera refriega el 31 de marzo de 1904 en el paso de Guru, donde un contingente de 3.000 tibetanos fue dispersado por el fuego de los rifles Martinini-Henri y ametralladoras Maxim, cuyo alcance y potencia de fuego eran infinitamente superiores a los anticuados mosquetes de los defensores.
Dejando entre 700 y 1.000 muertos sobre la carretera nevada los tibetanos se retiraron hacia Lhasa, al tiempo que los humanitarios británicos establecían un hospital para cuidar de los pocos que habían sobrevivido a la carnicería. El avance prosiguió a lo largo del mes de abril, con Younghusband encabezando la marcha y Macdonald remoloneando en retaguardia, donde supervisaba la cadena de suministros sin exponerse al peligro.
En junio los británicos alcanzaron la fortaleza de Gyantze, el último escollo que tendrían que superar antes de entrar en la sagrada capital del Tíbet. Construido encima de una empinada colina rocosa, este castillo del siglo XIV albergaba una guarnición de varios cientos de tibetanos equipados con unos pocos cañones de hierro.
De nuevo la superior tecnología británica marcó la diferencia: tras dos semanas de bombardeo con artillería de montaña los proyectiles explosivos abrieron brecha en las murallas, y los gurkhas tomaron la fortaleza el 6 de julio. Con esta última victoria el camino a Lhasa quedaba expedito, y los británicos entraron en la capital el 3 de agosto, solo para encontrarse con que el Dalái Lama había huido a Mongolia. No volvería al Tíbet hasta 1909.
En ausencia de la mayor autoridad del reino, Younghusband obligó a sus ministros a ratificar una convención que lo situaba firmemente bajo la influencia británica. Además de una prohibitiva sanción de siete millones de rupias, los tibetanos levantaban todos los impuestos a los productos británicos y se comprometían a no establecer relaciones diplomáticas con otras potencias extranjeras. Para garantizar su cumplimiento se estableció una guarnición británica en el castillo de Gyantze, desde la cual se protegería la ruta hacia el paso de Sikkim y la India.
Con todo el control británico del Tíbet fue más bien efímero, la tremenda derrota que sufrieron los rusos frente a Japón ese mismo año acabó con todas sus ambiciones coloniales en el Himalaya, por lo que al desaparecer la amenaza Curzon devolvió la soberanía del reino a China en 1906. De hecho el Tíbet lograría sacudirse el yugo de Pekín tras una revuelta en 1913, disfrutando de un breve período de independencia hasta la invasión de los soldados de Mao en 1950.