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Europa lucha para sostener a su industria

La UE busca alternativas para ser más competitiva y contrarrestar la desestabilización provocada por la escalada de los precios energéticos

Mecánicos trabajan en la planta de Volkswagen en Hanover.
Mecánicos trabajan en la planta de Volkswagen en Hanover.AXEL HEIMKEN (AFP/Getty Images) (AFP via Getty Images)
Miguel Ángel García Vega

La política energética en Europa semeja a la Reina Roja de Alicia en el País de las Maravillas. Alguien había cometido un error, alguien debería pagarlo. Los operarios de la empresa de materiales francesa Saint-Gobain están trabajando en la localidad alpina de Chambéry con ropa polar. Para ahorrar gas se mueven a 8 grados centígrados en vez de los habituales 15. El fabricante francés Renault reduce el tiempo de su “pintura en caliente” con el fin de disminuir un 40% la demanda de esa energía. El gigante farmacéutico Bayer anunció en 2019 sus planes para transformar toda su operativa en renovable. Ahora, “por si acaso”, ha vuelto a poner en marcha el petróleo, y la planta de Volkswagen en Wolfsburgo —la mayor de la compañía— utilizará carbón los próximos dos inviernos. ¿Puede ser Europa competitiva sin energía barata? El canario ha detectado el grisú. Se escucha un trino de luces rojas. “Corremos un riesgo enorme de que el Viejo Continente se desindustrialice”, advertía hace unas semanas Alexander De Croo, primer ministro de Bélgica.

Miles de personas viven tras esa frase. La industria europea emplea a unos 35 millones de trabajadores. Cerca del 15% de la población activa. España, acorde con los últimos datos del Instituto Nacional de Estadística (INE), supera por poco los 2.800.000 operarios. Cifras que se cuentan tan rápido como el Sombrerero Loco, de Alicia y sus maravillas, descartaba las horas. La consultora Rhodium —­citada por Financial Times— estima que solo cinco sectores acaparan el 81% de la demanda de gas en Europa. Química, materiales básicos (acero y hierro), minerales no metálicos (cemento y cristal), refino y coquización (transformar en coque los residuos pesados del petróleo) y papel e impresión. En la última década, hasta 2020, según la Agencia Internacional de la Energía (AIE), el gas europeo ha sido tres veces más caro que el estadounidense. Ahora la brecha es 10 veces mayor, desde que Rusia cerró sus gasoductos.

Desde luego, alguien ha cometido un error y alguien debería pagarlo. “Alemania ha estado aprovechando durante muchos años el gas barato ruso como multiplicador de la competitividad en su producción industrial y sus exportaciones”, valora José García Montalvo, catedrático de Economía de la Universidad Pompeu Fabra (UPF). Que nadie dude de que el país germano blindará un sector que emplea (cifras de Goldman Sachs) a un millón de personas. España, a diferencia de Polonia o Alemania, cerró sus minas de carbón y las renovables tienen cada vez más peso. Mientras el sol sigue brillando sobre los paneles fotovoltaicos, la seguridad de suministro podría ser un estímulo para que se instalaran empresas. Posee un tercio del total de las infraestructuras de regasificación de la Unión Europea y dos gasoductos con Argelia. Y si se consigue abandonar el sistema marginalista en la fijación del precio de las renovables y la nuclear —como ha propuesto el Gobierno a Bruselas—, “se abarataría enormemente el precio de la electricidad”, reflexiona Carlos Martín, jefe del Gabinete Económico de CC OO. Entonces, España atraería producción industrial. Durante los nueve primeros meses de 2022 fue el tercer mayor exportador de energía de Europa (Rystad Energy Research), solo por detrás de Suecia y Alemania. Pero no resulta tan sencillo. Volkswagen avanzó la posibilidad de trasladar parte de su fabricación al sur del Viejo Continente. Y a Alemania le temblaron los Länder. Creó un programa de ayudas de subvenciones públicas de 265.000 millones de euros “para amañar la competencia del mercado interior, como han denunciado varios líderes europeos”, avisa el economista jefe.

Norte y sur

Desde luego la prosperidad alemana no procede del gas natural, sino de un sólido sistema universitario y de grandes centros de investigación. Pero algo ha cambiado en Europa. “Cada vez veremos más intervención estatal”, prevé Gonzalo Escribano, director del programa de Energía y Clima del Real Instituto Elcano. Y agrega: “Esta es una situación a la que los países del norte no están tan acostumbrados frente a los mediterráneos. Es una de las formas para evitar desindustrializarnos”. El Gobierno no cesa de pedir que se puedan relajar las reglas de la Unión que sitúan límites a las ayudas públicas a las empresas. Alemania ha demostrado su capacidad para imponer sus intereses, al igual que instauró su errada política de austeridad. España busca esquivar el dominio germano con un mayor acercamiento a Francia.

Al tiempo que Volvo y Bayer acumulan material por si lo necesitasen los próximos meses, y BASF —la mayor planta química del mundo— es motivo de preocupación por su dependencia del gas, el FMI reparte su bendición urbi et orbi de plegarias habituales. “Los países de la Unión deberían mejorar los programas de formación laboral y adaptarlos más a las necesidades de la economía, mantener fuertes redes de seguridad, aplicar reformas estructurales para impulsar la productividad (incluidas las tecnologías con bajas emisiones de carbono), la digitalización, la oferta de mano de obra y la integración de los inmigrantes”, resume Oya Celasun, directora adjunta para Europa de la organización. Nadie duda —si acierta Goldman Sachs— de que la economía mundial será muy dependiente del mundo fósil. La demanda crecerá, al menos, hasta 2030. “Y quién quiere pegarse un tiro en el pie. Entre la transición energética y los elevados costes de la energía tenemos que encontrar un lugar para proteger nuestros intereses”, puntualiza Arturo Rojas, socio de Analistas Financieros Internacionales (AFI).

Porque Europa vive un movimiento centrípeto. La gravedad empuja hacia el centro. Las compañías y las cadenas de suministro vuelven a casa. Sin embargo, el recibimiento será muy distinto. La OCDE estima —según Financial Times— que la República Checa, Polonia, Austria, Eslovaquia, Suecia, Eslovenia, Finlandia y el norte italiano tienen los sectores económicos más vulnerables al gas. La teoría está escrita, pero no sobre piedra. “La apuesta por la descarbonización que ha hecho el Viejo Continente, con el aumento del peso de las renovables, permitirá mitigar el efecto de los elevados precios de los combustibles fósiles y su impacto en el coste de la electricidad”, augura Carlos Solé, socio de Energía de KPMG España.

Como toda predicción, puede llegar al final del cielo malva o quedar atrapada en una raya del horizonte oscura. Las exportaciones (datos de Standard & Poor’s) de productos petroquímicos —la mayoría dependientes del gas natural— han caído entre el 6% y el 8% en los últimos meses. Es más. “Los efectos negativos de los altos precios energéticos ya están aquí. Sin embargo, la repercusión de una mano de obra más barata y un tipo de cambio favorable llegarán con posterioridad”, recoge S&P en un informe reciente.

La guerra de los subsidios


Hace pocos años, la competitividad era la fuerza gravitacional del mundo o su agujero negro. “Ahora”, avanza José García Montalvo, catedrático de Economía de la Universidad Pompeu Fabra (UPF), “puede ser compensada con subsidios”. Los ejemplos se desgranan al igual que el aire fricciona las ramas de un sicomoro y crea un canto propio. La agresiva política industrial del presidente estadounidense, Joe Biden, con los chips y los límites del reshoring (vuelta de la producción al lugar de origen) son contestados por Europa con sus propios subsidios manufactureros. Regresa el Estado. 


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Sobre la firma

Miguel Ángel García Vega
Lleva unos 25 años escribiendo en EL PAÍS, actualmente para Cultura, Negocios, El País Semanal, Retina, Suplementos Especiales e Ideas. Sus textos han sido republicados por La Nación (Argentina), La Tercera (Chile) o Le Monde (Francia). Ha recibido, entre otros, los premios AECOC, Accenture, Antonio Moreno Espejo (CNMV) y Ciudad de Badajoz.

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