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Están vivos

Un profesor de filosofía, cuyo nombre no recuerdo -imaginaos por qué-, me dijo una vez que no se puede ser feliz en la ignorancia. Que es imposible, que es una falsa felicidad, que es una cortina de humo que creemos real, pero no lo es. En la ignorancia ni somos felices, ni somos libres. Investigando un poco encuentro que esta es en realidad una reflexión de Kant -¡de eso iba aquella clase del instituto!-, que efectivamente argumenta que quienes no quieren mirar a los ojos a la realidad no están exentos de sus propios problemas, que van desde la frustración por su vida hasta el sufrimiento por los deseos triviales.

Preocupaciones que se insertan en la burbuja del yo y que se niegan a mirar hacia el origen de todos los males. Inmediatamente, me viene a la cabeza una imagen de un caballo con estas orejeras que les impiden ver lo que pasa alrededor, y así me imagino a la sociedad de hoy en día, la de las últimas décadas: como caballos desbocados que corren sin saber a dónde, persiguiendo sueños artificiales que ni siquiera saben cómo llegaron a instalarse en su cabeza. Como un perro persiguiendo un coche, así perseguimos nosotros las aspiraciones consumistas. Todas estas reflexiones -y más, esperad un poco- suscita esa obra maestra poco reivindicada llamada Están vivos, que resulta que está de aniversario.

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Están vivos

Hace justamente 30 años que esta película de John Carpenter se estrenaba en las carteleras, y su crítica a la sociedad neoliberal no sólo sigue vigente: encaja mejor que nunca. ¿Qué nos dicen en realidad los carteles que vemos en la calle? ¿Qué se esconde detrás de la publicidad de los cruceros? Sí, esos que ocupan paredes enteras del metro con una chica en bikini saliendo del agua cual sirenita sin un gramo de grasa en el cuerpo. Pues si tuviésemos unas gafas de sol como las de Roddy Piper, veríamos algo como: “Consume, reprodúcete, cásate”. ¿Y los diarios y revistas del kiosko? Supongo que: “Trágate mi versión contaminada de los hechos” o “Vota a Ciudadanos”. Depende. Así lo ve el protagonista del filme cuando se coloca unas gafas de sol que permiten salir de ese estado de ignorancia para empezar a ver el mundo tal y como es: una dictadura del consumo orquestada por una raza alienígena.

Bueno, no sé si esto es lo que veríamos de verdad -aunque estoy bastante segura de que Donald Trump tiene que ser uno de ellos, sean quienes sean-, pero la reflexión que Carpenter elaboró en 1988 trasciende cualquier etiqueta del sci-fi y nos plantea una pregunta que llevamos demasiados años sin poder responder: ¿puede haber dictadura en democracia? La respuesta evidente parece negativa, pero pensémoslo bien.

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Están vivos cuenta la historia de John Nada (Piper), un típico hombre de clase baja norteamericano: luchador -literalmente-, trabajador y de valores íntegros, que está convencido de que sudando la gota gorda acabará obteniendo su recompensa del siempre benévolo Sueño Americano. Así lo evidencia en las primeras escenas de la película, en las que recrimina a su nuevo amigo John Armitage (Keith David) el quejarse demasiado, no tener paciencia. “En estos tiempos todos pasan apuros”, asegura. Pero no, no todos: mientras ambos parlotean en un campamento improvisado a las afueras de la ciudad para aquellos que no pueden costearse una vivienda digna, miles de empresarios duermen plácidamente en sus carísimos lofts, donde cada mañana ven las noticias en su televisión gigante, toman zumo de naranja recién exprimido y atan los botones de su traje hecho a medida. Son los yuppies, que es como se conocía en los 80 a los jóvenes ejecutivos más preocupados de tener los últimos inventos tecnológicos para fardar en la oficina que de lo que está ocurriendo más allá de las fronteras de Wall Street. Carpenter ha declarado en más de una ocasión que ellos son el foco de su crítica en la película, no hay discusión, pero hay mucho más en ella.

Una vez clasificado al protagonista como el norteamericano medio, toca hacerle despertar. Tras una redada en el campamento en el que dormía, que era también la base de una comunidad que planeaba una rebelión contra la clase alienígena, Nada encuentra una caja llena de gafas de sol. Al ponérselas, todo cambia: los carteles publicitarios ahora revelan sus verdaderas intenciones (“Obedece”), los dólares ya no son verdes (dicen “Este es tu Dios”) y muchos de los hombres y mujeres trajeados que caminan por la calle son zombies vivientes. Esqueletos-aliens que se mueven y que, al advertir el despertar del protagonista, dan la alarma a través de sus relojes de pulsera. Nadie escapa del control de los yuppies. Ahí empezará la rebelión de las masas, aunque, como en Los miserables, ni masas ni porras: están más solos que la una. O, al menos, hasta que se destruya la señal idiotizadora -que expanden a través de la televisión- y no se necesiten unas gafas para poder ver la realidad tal y como es.

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Todos recordamos El club de la lucha, la novela de Chuck Palahniuk convertida en película de culto y voz de una generación de ‘millenials’ que intercambiaron las revistas pornográficas por revistas de IKEA, que entronca muy bien con Están vivos, ambas rebeldes representantes de la vertiente más anticapitalista de Hollywood. “Crecimos con la televisión que nos hizo creer que algún día seriamos millonarios, dioses del cine o estrellas del rock, pero no lo seremos y poco a poco lo entendemos, lo que hace que estemos muy cabreados”, escribía el autor en boca de su protagonista. La transformación más importante la hemos vivido sin apenas darnos cuenta. Hemos construido una sociedad basada en el dinero y el consumo, una sociedad donde la igualdad es una utopía estúpida y la indiferencia el verdadero mantra de la modernidad. Hemos vendido el estado del bienestar por coches caros y programas basura en la televisión. Nos matamos a trabajar en puestos que despreciamos para comprar cosas que no necesitamos, como decía Palahniuk, y así hemos acabado en una incapacidad total de comprender la sociedad en la que estamos inmersos. Es muy duro darse cuenta de la realidad en la que vivimos, y muy triste: al aprehenderla, nos damos cuenta de que es imposible de cambiar. Los ricos viven en una burbuja y los pobres en la más absoluta miseria, mientras la clase media -tú, yo, nosotros- seguimos soñando con ascender en la escala social, tener un mejor sueldo, hacer ese viaje a Bali que todo el mundo postea en Instagram, comprarme ese coche ecológico porque quiero cuidar el medio ambiente, de vez en cuando dejarle una moneda a un sintecho y, mucho más a menudo, quejarme de lo mal que está el mundo mientras veo las noticias con una cerveza en la mano. Es más fácil eso que pensar de verdad en la realidad del mundo, tan desastrosa que duele asumirla.

Por su parte, Carpenter no se queda corto en discursos. “Los pobres y los marginados continúan creciendo. Ya no existe ni la justicia racial ni los derechos humanos. Han creado una sociedad represiva y nosotros somo sus cómplices involuntarios. Nos han hecho sentir indiferencia hacia nosotros mismos y hacia los demás, solamente pensamos en nuestro bienestar”, exclama uno de los rebeldes en el video que planean difundir a través de la televisión. Están vivos y El club de la lucha son dos películas que intentan fuertemente hacernos despertar de nuestro letargo, con mensajes nada difíciles de descifrar -todos entendemos perfectamente lo que quieren decirnos-, pero sí de asimilar. Somos Neo (Keanu Reeves) ante la decisión de tomar la pastilla azul o la roja en Matrix (1999). Seguir viviendo de espaldas a la realidad o ver la auténtica fealdad del mundo.

El filósofo pop Slavoj Zizek no pudo resistirse a meterle mano a la película de Carpenter su película Guía de cine para pervertidos (2006), donde hace especial hincapié en la escena de la lucha, que es precisamente una metáfora de este despertar. Anda que cuando le digan a Roddy Piper que Neo sólo se tuvo que tomar una pastillita, va a estar contento:

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(¿No os encanta cómo habla este hombre?)

Lo que viene a decir nuestro amigo Zizek es que esos seis minutos agónicos en los que Nada y Armitage se dan de leches es una alegoría de lo doloroso que resulta pasar de la ignorancia a la conciencia de clase. Quitarse esas orejeras que nos impiden ver la realidad de nuestro alrededor. “La libertad duele”, sentencia el filósofo, y razón no le falta. “La lección aquí es que nuestra liberación de la ideología no es un acto espontáneo”, asegura. Es una escena que, cuando ves la película por primera vez, sorprende por su violencia, su duración excesiva y su aparente falta de lógica. Por ejemplo, ¿por qué se resiste tanto Armitage? Zizek argumenta que es porque sabe lo que supone ponerse esas gafas. Porque sabe que, una vez puestas, ya no habrá marcha atrás, ya no podrá volver a esa ignorancia inducida, a esa falsa esperanza del progreso. Sería, entonces, capaz de ver “el orden invisible que sostiene su aparente libertad”, y no es que sea algo agradable. ¿Quién se las pondría sabiendo lo que suponen? ¿Quién tomaría la píldora roja?

Si has unido los puntos, ya te habrás dado cuenta: Están vivos es más actual que nunca. Verla tres décadas después sigue siendo revelador, o quizás más: Carpenter vaticinó los efectos futuros de los mandatos neoliberales de Ronald Reagan en Estados Unidos y Margaret Tatcher en el Reino Unido, que ahora sufre el mundo entero en una post-crisis del sistema tal y como lo confeccionaron. La desigualdad de clases sigue creciendo, el esclavismo se ha aceptado como nuevo contrato laboral y hablamos de libertad a través del mindfulness, los libros de autoayuda y las frases de Mr. Wonderful como si en algún momento de nuestras vidas hubiésemos saboreado algo parecido a ser libres. No es así. Las redes sociales nos han hecho más narcisistas que nunca, la tecnología nos conecta a todo el mundo al mismo tiempo que nos aleja de la realidad, y los escándalos políticos más aberrantes ya no nos hacen salir a la calle a protestar (salvo esperanzadores excepciones, como las recientes manifestaciones de los pensionistas o las marchas de la mujer). No tenemos las gafas de Carpenter para ver la realidad del mundo, así que tendremos que aprender a mirar críticamente por nosotros mismos. Si seremos capaces o no… preguntádselo a alguien más optimista.