Ojos sin huella: fotografiando la ceguera en el siglo XIX

¿Bajo qué condiciones vivía una persona desprovista del sentido de la vista a finales del siglo XIX? Al observar sus retratos, lo que contemplamos es el reflejo de nuestra propia ceguera, incapaces de ver más allá de la superficie de artefacto visual, pequeño y oscuro, alejado de nosotros en tiempo y espacio, desde el que los ciegos anónimos inmortalizados en una placa bruñida vuelven a pasar por nuestra mirada.


El Archivo Burns, el más grande e importante repositorio de fotografía médica, anatómica y forense del mundo, preserva una colección de daguerrotipos fechados en 1855, que dan cuenta de tempranas representaciones fotográficas de invidentes. Imágenes elaboradas en distintos gabinetes de los Estados Unidos donde posaron con sus mejores galas victorianas, en solitario o en entorno familiar, ya sea por decisión propia o de terceros, para inscribirles en la narrativa institucional de la inclusión social. Estas imágenes, conocidas como “postales de caridad”, sirvieron para visibilizarles ante la sociedad de la época, con el fin de obtener recursos económicos.

Estableciendo paralelismos con la pintura, vinculamos el retrato a las nociones de identidad y semejanza que forman parte de nuestra memoria personal y colectiva, de nuestros afectos y recuerdos. Para Jean-Luc Nancy, autor de La mirada del retrato, el interés se concentra en el retratado, aislado de su entorno y sin contacto con el exterior. Al margen de las características físicas del protagonista, aportan información sobre su linaje, oficio o posición social y, en algunos casos, consiguen capturar lo irretratable: su esencia, su voz interior.

Antes de continuar, conviene reflexionar sobre las implicaciones del daguerrotipo. Nombrado en honor a su inventor francés, Louis Jacques Mandé Daguerre, cada pieza es una imagen única y detallada en una placa de cobre plateada. Es a la vez negativo y positivo, pudiendo verse de una u otra forma según los ángulos de observación y de incidencia de la luz que recibe y, debido a que los tiempos de exposición eran muy largos, obligaba a permanecer inmóvil frente al objetivo para ser fotografiado. Por su fragilidad, los retratos se guardaban en estuches protectores y plegables.

CIEGO Y SU LECTOR (CIRCA, 1950)

Los retratos aportan información sobre su linaje, oficio o posición social y, en algunos casos, consiguen capturar lo irretratable.

Poco se sabe sobre el retrato de arriba. El joven sostiene una copia del New York Herald fundado en 1835. Se trataba del periódico con mayor difusión de los Estados Unidos, por lo que difícilmente podríamos aventurar dónde y cuándo fue tomada exactamente. Famoso por ser el primero en hacer uso del telégrafo y el ferrocarril para recopilar noticias de todo el mundo, tampoco tenemos claro cuál sería el contenido del artículo que se muestra a cámara. Tal vez informara sobre la guerra entre los Estados Unidos y México en 1846, o sobre la Fiebre del Oro de 1848 en California. Incluso es probable que se hiciera eco del novedoso método de escritura y lectura táctil patentado en Brighton (Inglaterra) por el Dr. William Moon, veinte años antes de la adopción universal en 1869 del sistema del francés Louis Braille.

Quien posó para este retrato se llamaba Laura Bridgman (1829-1889). El daguerrotipo está fechado en 1845 y se conserva en un pequeño estuche de cuero forrado de terciopelo rojo, enmarcado y grabado en dorado. En él, Laura luce un vestido estampado con cuello de encaje, el pelo trenzado y recogido con raya al medio. Sabemos que fue tomado, igual que la de abajo, en la Escuela Perkins para Ciegos. Con sede en Watertown, Massachusetts, la institución fue fundada en 1829 y a día de hoy es la escuela para ciegos más antigua de los Estados Unidos.

Estas imágenes, conocidas como “postales de caridad”, sirvieron para visibilizarles ante la sociedad de la época, con el fin de obtener recursos económicos.

Laura fue la primera estadounidense en escolarizarse a pesar de ser ciega y sorda. Logró esta hazaña medio siglo antes que la famosa Helen Keller. Cuando tenía dos años, contrajo la escarlatina que paralizó sus sentidos, dejándola solo con el sentido del tacto, y aprendió a leer y comunicarse gracias al método Braille y el alfabeto manual desarrollado por Charles-Michel de l'Épée. Cuando Charles Dickens visitó la escuela en 1842, escribió sobre ella en Apuntes sobre América: «Allí estaba, ante mí; confinada, por así decirlo, en una celda de mármol, impermeable a cualquier rayo de luz o partícula de sonido; con su pobre mano blanca asomando a través de una grieta en la pared, haciendo señas a quien pudiera despertarla».

Los sábados, cuando la escuela abría sus puertas al público, los visitantes acudían a verle leer y señalar ubicaciones en un mapa con letras en relieve. Sin embargo, su fama duró poco y Laura pasó el resto de su vida en el Instituto Perkins, cosiendo y leyendo a Dickens en braille: «Es extraño mirar los rostros de los ciegos, y ver cuán libres están de todo encubrimiento de lo que pasa en sus pensamientos; mientras que un hombre con el don de la vista puede sonrojarse al contemplar la máscara que porta ante el espejo. Permitiendo un tono de expresión ansiosa que nunca está ausente de sus semblantes, y que podemos detectar fácilmente en nuestros propios rostros si tratamos de encontrar nuestro camino en la oscuridad, cada idea, a medida que surge dentro de ellos, se expresa con la velocidad del relámpago y la verdad de la naturaleza».