Movimiento obrero
Sergio Gálvez Biesca: “No hay ningún atisbo de transmisión generacional de padres a hijos de la memoria obrera de este país”

Conversamos con el autor de La gran huelga general. El sindicalismo contra la modernización socialista aprovechando la presentación en Cáceres de su obra.  
Sergio Gálvez Biesca, autor del libro sobre la huelga del 14D
Sergio Gálvez ha publicado 'La gran huelga general' con Siglo XXI. David F. Sabadell
18 ene 2019 10:00

Movimiento obrero, sindicalismo, huelga general... Vista desde 2019, esta historia pudiera parecer, más bien, mitología. ¿Cuál es tu intención con este libro?
Recuperar un capítulo central de nuestro pasado común como fue la huelga general del 14 de diciembre de 1988. Hasta su aparición, y por más que pueda resultar sorprendente, no existía ninguna monografía publicada al respecto, más allá de algún artículo, algún pequeño estudio. Lo anterior tiene una explicación bastante sencilla: la debilidad actual de la historiografía social del movimiento obrero.

De la misma forma, se persiguió otro doble objetivo: primero, reivindicar la centralidad de las relaciones capital-trabajo en un panorama académico y cultural en donde la cuestión de la “lucha de clases” constituye casi un anatema. Segundo, se pretendió vindicar la Historia del Tiempo Presente –o la Historia del Tiempo Vivido como decía mi amigo, maestro y director de mi tesis doctoral, Julio Aróstegui– tanto como teoría como práctica.

Ningún atisbo de transmisión generacional de padres a hijos. ¿Se ha corto-circuitado la memoria obrera?

¿Crees que hay algo de necesidad generacional por encontrar “sustento” a las derrotas del presente? ¿Hasta qué punto piensas que ese pasado explica este presente? 
En términos generales, va a ser que no; a no ser que nos refiramos a núcleos militantes políticos y sindicales. Sabemos que son los menos. Te cuento mi experiencia reciente y luego intento darte una respuesta. En este último año he realizado una docena larga de presentaciones por todo el país en universidades y centros culturales, u otras organizadas por partidos políticos y sindicatos, y el panorama resulta desolador: solo una minoritaria parte de los asistentes resultó ser joven (18-35 años). Te pongo un ejemplo concreto: estuve en la Facultad de Periodismo de Cuenca, de la Universidad de Castilla-La Mancha. Habría entre 35-45 estudiantes. Cuanto terminé de soltarles la chapa excepto uno o dos ninguno había oído hablar de la huelga general. Ningún atisbo de transmisión generacional de padres a hijos. ¿Se ha corto-circuitado la memoria obrera?

En cuanto al por qué, pues, precisamente, estamos haciendo referencia a toda una generación para la cual la “cultura de la precariedad” –sí, precisamente, la que intentó fomentar de forma salvaje el Plan de Empleo Juvenil (PEJ) y que condujo a la convocatoria del 14-D– se ha naturalizado e interiorizado tan profundamente que el mundo del trabajo, los sindicatos y cualquier discurso en torno a la cultura del trabajo les suena totalmente alejado. Súmale a todo eso la debilidad de la izquierda política, sindical y cultural y el panorama se presenta muy oscuro.

La gran huelga general narra el mayor éxito de movilización del movimiento obrero desde la Transición y, también, el comienzo de su desmantelamiento. ¿Qué fue de esa acumulación de fuerzas que representa la huelga del 88? ¿A partir de qué momento el éxito se torna fracaso?
La presentación de la obra se titula: ¿Historia de un éxito?. Desde el principio al final tal pregunta siempre se encuentra presente. Sin duda nos encontramos ante la gran victoria del movimiento obrero y sindical de la segunda mitad del siglo XX en España en términos de organización, movilización y seguimiento: tanto a nivel cuantitativo como cualitativo. A lo mejor la pregunta correcta hubiera sido: ¿cómo gestionaron las direcciones de CCOO y UGT ese éxito? ¿Se vieron desbordados ante tal acumulación de fuerzas? ¿Temieron verse desbordados? ¿Temieron que se desbordara la situaron? No lo creo. Sencillamente, por así decirlo, optaron por la negociación antes que seguir tensionando la cuerda, pues, la pieza mayor de caza que podía ser hacer caer a Felipe González y a su Gobierno podía conducir a unas elecciones en donde el único, aunque lejano, competidor electoral era la todavía Alianza Popular de Manuel Fraga. Todo ello una vez constatado que modificar las grandes líneas de la política-macroeconómica socialista conllevaba tumbar al Ejecutivo.

También hay que tener muy presente que no se trató de una huelga revolucionaria. Al contrario, el 14-D fue una huelga profundamente moderna y democrática en todos sus sentidos. La demostración misma de que en una democracia en vías de consolidación –no había pasado ni una década desde la aprobación de la Constitución– se podía convocar una huelga general y no derrumbarse el Sistema. Por lo demás, en Juntos Podemos, el manifiesto en donde se recogieron las reivindicaciones de los convocantes, se trataba de un programa de mínimos que aspiraba, a lo sumo, a un giro social, en términos socialdemócratas, antes que a un planteamiento radical.

¿Por qué no se convocó una segunda huelga general en aquellos meses? Estamos ante una de las preguntas todavía a investigar

Lo cierto es que la primera etapa de negociaciones concluyó en un profundo fracaso con el denominado “Pacto de San Valentín” firmado por el Gobierno (PSOE) con el resto de los grupos parlamentarios de derecha y apoyado, al unísono, por todos los medios de comunicación, la clase dominante y la CEOE un 14 de febrero de 1989. El Ejecutivo, tras no pocas dudas en donde incluso la dimisión de Felipe González estuvo en la mesa –y para quien el 14-D fue su mayor derrota política– supo manejar el tempo de la negociación con la doble estrategia de ganar tiempo (y sobrevivir políticamente y generar una política de alianzas anti-sindical) y mantener posiciones inasumibles para las fuerzas sindicales. ¿Por qué no se convocó una segunda huelga general en aquellos meses? Estamos ante una de las preguntas todavía a investigar.

Más allá de lo que sucedió con el “giro social” de principios de los años 90 –en donde habría que poner no pocos peros y cursivas–, los sindicatos en 1988, quienes habían conseguido aglutinar en torno a demandas claras y básicas un alto apoyo social –en tiempos muy difíciles, pues, hay que recordar la oleada neoliberal de los años ochenta y el discurso anti-sindical siempre presente–, renunciaron a nuevas convocatorias de huelgas generales y optaron por una estrategia fundamentada en la movilización-presión-negociación. Lo que nos ayuda a esclarecer la naturaleza del sindicalismo español en la transición de los años ochenta y noventa.

¿Cuándo terminó aquello? Pues en el primer quinquenio de los años noventa. Hay dos hechos históricos interrelacionados para dar por concluido el “recuerdo del 14-D”. Primero, la huelga general del 27 de enero de 1994: la última gran huelga general obrera. Con mayor seguimiento en número de convocantes que la de 1988 –según datos pocos fiables (eso sí) del Ministerio de Trabajo y Seguridad Social–. Si tras el 14-D se consiguió, de entrada, la retirada del PEJ, junto con el otro gran logro ad hoc, la unidad de acción; a pesar del éxito movilizador de 27-E no se paró la reforma laboral de aquel año en donde se introdujeron los contratos basuras y otras tantas medidas lesivas. En otro plano, hay que recordar la salida del equipo de dirección confederal de UGT, encabezado por Nicolás Redondo, tras el XXXVI Congreso de la UGT en 1994 –con el caso de la PSV al fondo– y el giro definitivo de CCOO por un nuevo sindicalismo “más moderno” que supuso el tercer mandato de Antonio Gutiérrez después del VI Congreso Confederal de 1996. Congreso que no solo se llevó por delante la presidencia honorífica de Marcelino Camacho, sino que sobre todo apostó por un nuevo sindicalismo de servicios rompiendo toda una trayectoria histórica. Cambió el país, cambiaron los sindicatos. Los hechos, en adelante, hablan por sí solos.

Los años ochenta del pasado siglo constituyen la última etapa histórica de un “viejo” movimiento obrero que procedía, en lo básico, en términos de organización, cuadros, ideología y estrategia del antifranquismo

En el libro se afirma que el sindicalismo obrero se constituyó en los 80 como la verdadera oposición al todopoderoso gobierno socialista de Felipe González. ¿Cuáles fueron los escenarios principales de esa confrontación?
Enlazo con la idea anterior. Los años ochenta del pasado siglo constituyen la última etapa histórica de un “viejo” movimiento obrero que procedía, en lo básico, en términos de organización, cuadros, ideología y estrategia del antifranquismo y que afrontaron dos grandes etapas: la ofensiva en el marco de la oposición antifranquista y la transición a la democracia en su lucha por la conquista de los derechos y las libertades políticas y sindicales; y la defensiva de cara a sobrevivir al embate liberal de los años ochenta. No tuvieron un momento de respiró hasta convertirse en unos de los actores centrales de la historia de este país. Cuestión siempre obligada de recordar.

El conflicto obrero, y en parte la historia de lucha de clases de este país en los años siguientes, superó el mero conflicto fabril típico de la etapa tardía de industrialización española. Por supuesto que las fábricas estuvieron en el primer plano del conflicto obrero, pero también otros tantos centros de trabajos se situaron en similar línea de combate en pleno proceso de tercerización de la estructura productiva.

Sin olvidarnos de algo básico y fundamental: todavía en los años ochenta existía una profunda solidaridad de clase e intergeneracional canalizada por y a través de organizaciones fuertes y bien organizadas, con la asamblea como nodo colectivo central, que ayudó a sostener, permeabilizar y extender el conflicto obrero en las calles, plazas… de las principales ciudades y pueblos.

No se puede obviar otro frente de primera línea: el problema del campo en pleno proceso de “modernización”

En cualquier caso, no se puede obviar otro frente de primera línea: el problema del campo en pleno proceso de “modernización”. Las luchas que se van a dar en los años ochenta resultarán fundamentales para la conquista de toda una serie de derechos sociales y socioeconómicos. Por cierto, a un alto coste represivo en términos de heridos, detenidos, juzgados, multas… tal y como sucedió en las fábricas. Queda por valorar, mejor dicho revalorizar, el enorme papel jugado por el SOC en dicha estrategia de resistencia y dignidad en favor de centenares de miles de trabajadores del campo.

La reconversión industrial y la reforma laboral de esos años se sostienen, aún con serias dificultades, sobre una cierta idea hegemónica de “modernización” del país. Háblanos sobre esa idea y sus límites.
Los think tank del PSOE –y podríamos evocar nombres que llegan hasta la actualidad como un tal José Félix Tezanos– desde mediados de los años setenta de la mano de Alfonso Guerra, con la ayuda del SPD y la colaboración interesada, indirecta o directa, de la CIA, confluyeron en un programa dirigido a situar a España dentro de los estándares occidentales. O, lo que es lo mismo, diseñaron la futura “reestructuración del capitalismo español” tras las cuales se encuentran las grandes palabras-fuerzas de “el cambio”, “la modernización” y de “la europeización”. Una operación que obtuvo un enorme éxito hasta transformarse dichos conceptos en las ideas-fuerzas hegemónicas y dominantes; anulando, además, buena parte del debate político-económico sobre el futuro del país. ¿Acaso alguien podría oponerse a “la modernización” y “la europeización” del país? El discurso mejor terminado de toda aquella superestructura ideológica que encubría el vaciamiento del pensamiento socialdemócrata por una especie de social-liberalismo fue la consigna de que tan solo existía una “única política posible”. Consigna no discutible ni debatible, en tanto todo provenía de avanzados razonamientos macroeconómicos tecnocráticos, al parecer infalibles. Una especie de “fe política” dogmática que, en cualquier caso, encajó a la perfección con la idea escrita blanco sobre negro por parte de los intelectuales acerca de cómo aquella generación de políticos tenían sobre sus espaldas una “misión histórica” que sí o sí debían cumplir por el bien del país.

¿Los límites? El potencial debate debería comenzar por lo contrario: examinar los mitos y leyendas de ese tiempo histórico, y para ello es básico examinar, en términos históricos, los costes sociales y humanos del proyecto de modernización socialista.

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