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Derrota y muerte del Emperador Valente en Adrianápolis: una historia muy actual (I)

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Pese a lo que suele creerse, la perdurabilidad del Imperio Romano durante los primeros cuatro siglos de nuestra era no se debió a un Ejército poderoso ni a un gobierno competente (muchos de los emperadores de los primeros dos siglos, y casi todos tras la muerte de Marco Aurelio -con excepciones como Diocleciano o Constantino- fueron desastrosos).

No: la causa de que casi no hubiese sublevaciones de carácter social -tan frecuentes en la era republicana- ni rebeliones nacionalistas, fue la conciencia de los habitantes del Imperio de que “mejor que con Roma no les iba a ir en ningún lado”.1 La "Pax Romana" había garantizado un comercio y una prosperidad como la mayoría de los hispanos, galos, griegos, etc, no habían conocido nunca ¿para qué sublevarse?2

A partir del siglo III la extensión y complejidad del Imperio y la progresiva degradación del Orden Senatorial (de cuyos miembros cada vez salían menos administradores y caudillos militares competentes) hizo muy difícil el gobierno del Estado por una única mano. Diocleciano (244-311) comprendió que para un solo emperador era imposible gobernar desde la capital (Roma) con un mínimo de Justicia para sus súbditos, y además enfrentarse a los enemigos exteriores y a los generales que aprovechaban su lejanía para sublevarse.3 Instauró un régimen de Tetrarquía que duró de 295 a 324. En adelante, salvo ocasiones donde una figura enérgica (como Constantino, o Teodosio) se impuso como gobernante único, ya no habría Imperio Romano unificado.

En Febrero de 364, tras la muerte de Joviano4, sus tropas eligieron como emperador a un militar: Valentiniano (321-375). Pocos días después asoció a Valente (su hermano) como co-emperador, entregándole las provincias de Oriente. Entonces, como ahora, funcionaba bastante bien el nepotismo.

Es importante darse cuenta que, al contrario de su hermano, Valente no tenía formación militar adecuada.5 Ante la rebelión de un superviviente de la Dinastía Constantiniana, Procopio, las pasó canutas: llegó a pensar incluso en la abdicación y suicidio, antes de que consiguiese reunir un número de tropas claramente superior al de Procopio y vencerle.

Como algunos godos6 (bajo el mando de Atanarico) habían apoyado a Procopio, Valente (tan mediocre político como militar) inició una guerra de castigo contra ellos y les obligó a firmar (369) un nuevo tratado, humillante para los godos. Craso error, porque en cuanto Atanarico pudo -aprovechando que Valente tenía problemas en Oriente- dejó de pagar tributo y de suministrar tropas a los romanos. Y es que las venganzas tras las victorias (tan frecuentes también tras los Congresos de nuestros partidos políticos) hay que pensarlas bien.

Valente se volvió entonces hacia su frontera Este, donde Joviano había firmado un tratado con los persas sasánidas muy desfavorable para Roma; la situación era muy peligrosa, y más aún por la falta de tropas entrenadas que sufría entonces el Oriente romano. Además, antes de enfrentarse a los persas, los romanos sufrieron mucho en dos guerras, contra la reina Mavia y en Isauria,7 y no pudieron plantear "la gran expedición" contra los persas.

En 375, en la mitad occidental del Imperio, Valentiniano murió de un infarto cerebral, y fue sustituido por sus hijos Graciano (que se reservó la parte occidental del Occidente romano) y Valentiniano II, al que cedió el gobierno de Italia, Iliria y África Central.8 (Imagen)

El mismo año, un gran contingente de godos (las fuentes hablan de 200000 -con mujeres, ancianos y niños- pero la cifra puede estar exagerada), expulsados de sus tierras por una invasión de hunos y, quizás, por una tremenda hambruna, aparecieron en Dacia y Mesia (las tierras al Norte del Danubio de las actuales Serbia y Bulgaria) y solicitaron poder asentarse dentro de las fronteras del Imperio. Valente (que precisaba con urgencia tropas de refuerzo) sin duda no creía su suerte tras humillar a los godos pocos años antes.

Firmó un pacto con dos caudillos tervingios, Alavivoy Fritigerno (que no habían apoyado a Procopio) por el que sus seguidores (y sólo ellos) se asentaban como foederati dentro de las fronteras del Imperio. Pero ocurrió que una muchedumbre de tervingios, de los que no tenían autorización, dijeron "¡Allá voy!" y se unieron a los admitidos. Efecto llamada, decían algunos.

Como vemos, la situación puede tener algún punto de semejanza con el momento actual: refugiados políticos o inmigrantes ilegales, atraídos por la seguridad de las fronteras y la posibilidad de vivir mejor. El emperador los acepta, atraído por la posibilidad de tener refuerzos militares (que vienen a ser la “gente que viene a pagar nuestras pensiones” actual).

Veremos qué pasó en el segundo capítulo.

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