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A una mujer extraordinaria

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Es una putada ser ateo. Si eres un devoto religioso todo es mucho más sencillo: el manual de instrucciones te dice qué pensar, qué sentir, qué esperar. Todo es por voluntad de $deity (su amigo imaginario favorito: Ammon-Ra, Alá, Zeus, Shismar o Mickey Mouse). El manual dice que esta vida es un valle de lágrimas donde vienes a sufrir, y todo se te perdona si sigues las instrucciones, pagas el diezmo y te comportas con cierta corrección, conforme a lo establecido. Te dice que tus seres queridos te esperan en "la otra vida", te dicen que todo está bien y tratan de calmar el miedo a la muerte con un desprecio por lo terrenal, buscando una alta meta, un fin más allá. Tratan de dirigir a quien no se comporta según el manual condenandolos al abismo donde esperan castigos infinitos más allá de lo cruel (pero necesarios por ser pecadores e ir contra la palabra de $deity) esperan al alma del impío, del no creyente, del blasfemo, del infiel.

Envidio a los creyentes, porque encuentran consuelo; no puedo con eso y solo tengo pena. Mi forma de pensar ha recogido suficiente evidencia como para decretar niveles de bullshit (mentira no refutable que pretende pasar por verdad) similares a los de la radiación en el interior del reactor 4 de Chernobyl. Eso me lleva a pensar en lo indigno de que algo como la vida y la muerte se banalice. En esta sociedad de flanders no hablamos de la muerte. La vida, que arranca con una llamada a la madre, acaba aproximadamente de la misma forma ante el terror de que los momentos se van acabando; una invocación a la vida, una vuelta al principio. Polvo eres, y en polvo te convertirás, que dicen que dijo el amigo imaginario de los católicos. En la infantilización de la sociedad de adultescentes actual, morirse es algo tan vergonzoso que está feo. Se oculta a todos, y cosas como hacerse viejo, tener una enfermedad incurable, o degenerativa, no está de moda y no aparece en los tweets de la Kardashian. El hedonismo con el que nos hemos criado asume que hay que ser eternamente joven, eternamente fuerte, eternamente sano, eternamente delgado y musculado, y si no, has de esconderte a través de cremas antienvejecimiento, fitness y ropas que no te hagan parecer "viejo" o "gordo". Chicas que se hacen piercings que tras un parto quedan fuera de sitio, tatuajes superchachis que se difuminan con los años y en el mejor de los casos pasa de moda, esa ley de la gravedad que hace que se caigan los senos más turgentes y se arruguen los cutis más tersos.

Desgraciadamente uno de los signos de la infantilización de gente pretendidamente adulta es precisamente este: no hablamos de la muerte. Se agarra uno al totem y pretende mirar a otro lado; y es inexorable, llega, te preparas en mayor o menor medida porque sabes que al final el paso de los dias se acaba convirtiendo en una sucesión de nacimientos y entierros. Estamos preparados, en cierta manera, para despedirnos de nuestros mayores, y la cosa empieza a joderse cuando se van los más cercanos, porque parte de tu identidad, de tu persona, se va con ellos para no volver.

Mi forma de pensar, ciertamente deformada por la ingeniería, es un coñazo: es capaz de apagar los sentimientos y ver las cosas con una frialdad que da asco. Ante un proceso en el que una enfermedad manifiestamente incurable aparece, hace acopio de información y decreta que ya ha visto bastante como para saber cómo va a acabar, y sólo es capaz de sentir algo parecido a la piedad pensando en que quizá es mejor que todo acabe cuanto antes, para ahorrar un sufrimiento innecesario al que se va, pero sobre todo para los que se quedan. Luego reflexiona y se indigna por lo terrible y por lo egoista; no puedo sino sentir una profunda tristeza, un vacío, una sensación de ausencia ante quien se fue, que se llena de lágrimas con una imagen de una sonrisa de quien se ha ido y ya no volverá, de quien te mira con la sabiduría que han dado los años, con la paciencia de quien te ha visto crecer, con la mirada inquisitiva y un tanto sarcástica de quien te conoce mejor que tú mismo; sin juzgarte pero sin apelación al tribunal dicta que sabe que pasaste de largo por territorio naïve y que ya te enterarás de lo que es bueno cuando pongas los pies en la tierra. Y llega otra gran verdad, no te vas nunca mientras te recuerden, y la luz de esos ojos estarán ahí, en tus retinas, igual que su risa en tus oídos, y sus palabras en tu mente.

A veces pienso que estar tan lejos de los tuyos es un pequeño infierno en la tierra, pasan los días y hablas poco con ellos, pierdes un poco de ti mismo por el camino hacia nunca jamás. Y cuando ya no están, el infierno más grande es la culpa por no haber estado más tiempo junto a ellos. Es la pequeña penitencia, o la grande, pero como dice quien más me conoce, no hay ni cielo ni infierno: está todo aquí, y es lo que hacemos de nuestra vida.

Esta es mi despedida para una mujer extraordinaria, que me faltará siempre, que me acompañará en la memoria hasta que llegue al final del camino.

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