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Guerreros nipones a la lucha

Con frecuencia tiende a asumirse que los samuráis detestaban las armas de fuego por ser contrarias a sus códigos caballerescos de combate; nada más lejos de la realidad.

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Samuráis tan prominentes como Takeda Shingen, Uesugi Kenshin, Oda Nobunaga o Toyotomi Hideyosi escribieron con sangre la Historia nipona, pero al final sólo podía quedar uno: Tokugawa Ieyasu, que derrotó a Ishida Mitsunari en la célebre batalla de Sekigahara, en 1600, en la que chocaron dos ejércitos de más de ochenta mil hombres y donde la traición, en última instancia, de Kobayakawa Hideaki inclinó la balanza del lado de las huestes de Tokugawa Ieyasu, a cuyas órdenes combatió una alianza de hasta once clanes.

Éste rubricó su supremacía quince años después con la toma del castillo de Osaka y puso fin así a las guerras civiles, unificó el país e inauguró una era de paz que se iba a prolongar durante más de dos siglos y medio.

En Sekigahara y Osaka los ejércitos samuráis velaron armas por última vez, pero los clanes no desaparecieron.

Los arcabuces fueron una constante en los ejércitos de los señores de la guerra en el período Sengoku, y jamás su uso tuvo una connotación negativa.

Si su empleo estaba frecuentemente restringido a los ashigaru no era por ningún apego romántico a las armas de acero, sino más bien porque podían ser usadas con gran eficacia y precisión por los efectivos peor entrenados para el combate, permitiendo a los samuráis centrarse en el empleo de armas que requerían mayor pericia y dotes guerreras.

Confinados detrás de los muros de sus aparatosos castillos de piedra, los daimios siguieron manteniendo a sus vasallos samuráis, que con el paso de los años se convirtieron en meros burócratas que sólo ponían a prueba sus habilidades marciales, eventualmente, mediante la práctica del kendo (esgrima japonesa).

La mayoría de estos samuráis –que son aquellos que leían el Bushido y se sometían a sus estrictas normas– jamás desenfundaron su catana, convertida en un mero símbolo de estatus y privilegios insostenibles en un país pacificado, cuyo excedente de guerreros ociosos se había convertido en un lastre para el progreso social y económico de la sociedad japonesa.

Muchos de ellos perdieron su empleo y se vieron obligados a vagar por el país en calidad de ronin (en la práctica, un samurái desempleado y vagabundo), en busca de un daimio que se hiciera con sus innecesarios servicios y asumiera su manutención. De entre todos ellos, el más célebre fue sin duda Miyamoto Musashi, que encarna como ningún otro el ideal de espadachín romántico e insensible ante el peligro.

Más información sobre el tema en el artículo Realidad y mito de los samuráis, escrito Roberto Piorno. Aparece en el último monográfico de MUY HISTORIA, dedicado a Guerras de Tronos.

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