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les preocupa especialmente el control de la educación

La encuesta del CIS sobre igualdad despierta el carácter totalitario del feminismo

Manifestación feminista en Madrid con motivo del 8-M. Fotografía de archivo. Europa Press

El CIS ha publicado recientemente una encuesta sobre percepciones de la igualdad entre hombres y mujeres, con unos resultados que han conmocionado al sector feminista. En España, casi la mitad de los hombres y casi un tercio de las mujeres creen que la ideología de la «igualdad de género» ha ido demasiado lejos, hasta el punto de discriminar a los hombres. En principio no es una opinión, sino un hecho. Cualquiera que maneje los boletines del Estado puede encontrar leyes que se basan en asimetrías jurídicas, subvenciones con dinero público para la contratación de mujeres sobre hombres, oposiciones con baremos más bajos para mujeres, prioridad o acceso exclusivo a diversas ayudas y programas públicos que van desde la innovación tecnológica al mundo rural, dinero público para empresas que hagan indefinidas a mujeres empleadas en sectores con muchos hombres (mientras que no se paga un duro a quienes hagan indefinidos a hombres empleados en sectores con muchas mujeres), por no hablar de abundantes prestaciones en todos los ámbitos para «víctimas de violencia de género» (una categoría a la que ningún hombre podrá jamás acceder, por mucha violencia que pueda recibir).

Sería debatible si estas asimetrías son más o menos justas para corregir ciertas situaciones de desigualdad, pero no se puede negar su existencia. Nadie puede sorprenderse de que mucha gente sea capaz de reconocer que la «discriminación positiva» sigue siendo una forma de discriminación. El escándalo feminista por dicha percepción es inexplicable tras años de querer convencernos a cara descubierta de dicha «discriminación positiva», de las cuotas, y de la necesidad de que los hombres «den un paso atrás», «se pongan en última fila», «se deconstruyan» (es decir, destruyan) y «renuncien a privilegios» (en la práctica, pierdan derechos).

¿No esperaba el feminismo que una parte de la población se sintiese discriminada, agraviada e insultada tras basar buena parte de su ideología en insultarles abiertamente? Es paradigmático el caso de Ángela Rodríguez «Pam», que ha sido Secretaria de Estado del Ministerio de Igualdad, leyendo la encuesta del CIS como que «cuatro de cada 10 hombres son cuñados machirulos incels» (una concatenación de insultos típicos de la jerga feminista). Ella en realidad sospecha que 10 de cada 10 hombres lo son, y por supuesto no dice nada del asombroso tercio de mujeres valientes que también critican la ideología de género, pese a ser ellas mismas las supuestas beneficiarias. Pero lo fascinante de «Pam» es que lleva despreciando a los «hombres blancos cis-hetero-sexuales» y a los «juan-antonios» desde el primer día en su cargo, quizás esperando que ello produjese resultados diferentes a los que refleja el CIS. ¿Cómo no van a sentirse hoy tantos españoles excluidos por un feminismo que en los años previos se ha dedicado sistemáticamente a los discursos y a las acciones excluyentes?

Hay otro feminismo menos agresivo en las formas que, en vez de recurrir al insulto, tiene un tinte paternalista (¿maternalista, en este caso?): «Ese porcentaje de personas no son malos sino ignorantes»; «no hay que insultarles sino educarles»; «no hay que tratarles como enemigos sino como aliados, enseñándoles que el feminismo también es para ellos». La naturaleza autoritaria del feminismo sale a relucir habitualmente en su lenguaje confrontativo o en su gusto por la censura y la cancelación, pero el discurso de «reeducar al disidente» demuestra un grado más: el carácter totalitario. ¿Qué porcentaje de discrepancia les parecería tolerable sin hacer sonar las alarmas? ¿Un 10%, como el que tiene la oposición en los referendos de las dictaduras? ¿Un 1%, como el porcentaje —dicen— de denuncias falsas? ¿Por qué no un 0% y un absoluto pensamiento único?

Hay infinidad de cuestiones en que la población española tiene una opinión dividida, desde los impuestos hasta la monarquía, pero no entraría en la cabeza de nadie proponer eliminar educativamente esa diferencia de pareceres, o plantearse cómo corregirla como si fuese una errata estadística. Sólo el feminismo se atreve a esa audacia. Sólo un alma totalitaria cree que es capaz de «rectificar» a quienes se nieguen a aceptar que el sexo masculino es una «clase opresora«, que Caperucita Roja es sexista o que los niños tienen vulva y las niñas pene. La enésima doctrina ridícula y fraudulenta que se cree a sí misma perfecta y absoluta; la historia de los totalitarismos está llena de ellas y de gente mediocre (que no sabe que lo es) dispuesta a imponerlas a los demás.

Al feminismo, como a todo totalitarismo, le preocupa especialmente el control de la educación de los jóvenes. El CIS indica que la opinión de que «la ideología de género ha ido demasiado lejos» es mayoritaria en el fragmento de 16 a 24 años. Esto les enfurece en primer lugar porque hasta ahora unían la misandria (odio a la masculinidad) con la gerontofobia (odio a los mayores en edad) argumentando que la crítica al feminismo era cosa de «pollasviejas» (más insultos de su jerga), de «los amigos cuarentones y cincuentones de Pedro Sánchez», de una generación de viejos franquistas que pronto debía morir para dejar paso a la revolución morada. ¡Y ahora resulta que los más críticos con el feminismo son los jóvenes!

Esto les obsesiona, en segundo lugar, porque saben que toda idea totalitaria que se prolongue lo suficientemente en el tiempo será algún día desafiada por una generación de jóvenes que saltará sus muros o bloqueará el paso de sus tanques (reales o metafóricos). No importa lo revolucionaria que en su día fuese esa doctrina: si vive lo suficiente como para envejecer, llegará a ser vista por los jóvenes como parte de un orden caduco. Y el feminismo teme esto porque, como escribiera Miguel Hernández, «la juventud siempre empuja y la juventud siempre vence».

Aquí se activa el último resorte totalitario: «Debemos controlar la educación» (más aún). ¿Cómo han podido los jóvenes rebelarse contra los cursos que les explican que todo es machista, contra la educación sexual para «niños y niñas y niñes que quieran tener sexo con quien les de la gana», contra las charlas que explican que la generación de chavales más precarios en décadas son unos privilegiados opresores? Sin duda necesitan el doble de todo ello, cuando no el triple.

Y en todos los «análisis» de «expertos y expertas» asoma otra patita totalitaria: «Es que los jóvenes ven contenidos anti-feministas en ordenadores y móviles»; «si tan sólo pudiese controlarse de algún modo el acceso que tienen a mensajes tan peligrosos…». Cuando hablan de «contenidos machistas» no se están refiriendo al repugnante contenido de «maestros del ligoteo» ni a la pornografía ni a nada semejante, sino a vídeos (o textos como este mismo) en que se sostenga argumentadamente cualquier mínima crítica al feminismo. Otro rasgo clave del totalitarismo: dar el mismo tratamiento represivo al delincuente común que al disidente, en tanto son todos «enemigo de clase» o «enemigo del pueblo» o, en este caso, «enemigo del género».

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