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Los Dieciséis de Richmond: los objetores de conciencia encerrados en un castillo británico en la Primera Guerra Mundial

Miles de británicos se negaron a empuñar las armas durante la gran guerra. En el castillo de Richmond se recuerda la historia de algunos de ellos, considerados como algunos de los primeros objetores de conciencia.

Pintada en el castillo de Richmond hecha por Richard Lewis Barry en 1916.
Pintada en el castillo de Richmond hecha por Richard Lewis Barry en 1916. English Heritage

Norman Gaudie jugaba al fútbol, en el Sunderland. Es buen club, el Sunderland; fue campeón hace tres añucos, el Sunderland; compite cada dos domingos en Roker Park, el Sunderland. Pues Norman Gaudie jugaba al fútbol, como delantero centro, en el Sunderland. Antes de eso, antes de todo. Antes de la guerra que iba a cepillarse las demás guerras. Gran Guerra, le dijeron, con optimismo.

Primera Guerra Mundial, decimos hoy.

Norman Gaudie jugaba al fútbol, pero Inglaterra se desangraba en barro.

En Richmond hace frío, porque es lugar con vientos, y páramos, y mesetas de vegetación áspera, de caminos en abrojos, de soplaos donde caen ovejas y vacucas para no volver jamás. En Richmond hace frío, porque Richmond está por Yorkshire, y allí, en los campos donde solo caminan fantasmas y remembrares, tiene una forma propia de rutar el viento, y le dicen wuther, como en Wuthering Heights, que ustedes han leído como Cumbres Borrascosas automáticamente. Eso es Yorkshire, y allí está Richmond.

Y en Richmond hay un castillo. Un castillo normando, que es decirles un castillo vikingo. Uno con pinta recia, inexpugnable. Uno que fue cárcel durante la Primera Guerra Mundial. Allí metían a delincuentes que no querían matar. Paradoja de paradojas.

Allí estuvo Norman Gaudie.

Formaba parte de los Dieciséis de Richmond, considerados como unos de los primeros objetores de conciencia de la historia.

A Norman Gaudie llego desde el maravilloso Una tumba con vistas. Historias y glorias de cementerios (Capitán Swing, 2023), escrito por Peter Ross y traducido por Isabel Hurtado de Mendoza Azaola. Allí se habla, con toques de humor y bastante morbo, sobre camposantos, sobre huesos que envejecen junto a un muro, sobre guías de lápidas, asistentes de lápidas, dibujantes de lápidas, escritores de lápidas. Una celebración de la vida que surge desde la mismísima muerte.

Allí hablan del castillo de Richmond. De cuando fue cárcel, de cuando encerraban a quienes no querían empuñar armas. De lo que queda. Graffitis en muros, recuerdos de hombres que dijeron "no". Hay un Jesucristo sosteniendo la cruz, hay palabras, frases, himnos religiosos, chabacanerías, caricaturas.

También, claro, cohetes, proyectiles, dirigibles. Bombas, ratas y muertos. Lo que más odiaban, aquellos hombres. Lo que no deseaban engrosar.

(Y agujeros para jugar al ajedrez entre celdas... movimientos, jaques).

El reclutamiento obligatorio

Dos millones y medio de jóvenes engrosaron el Ejército británico durante los dieciocho meses iniciales de la Primera Guerra Mundial. Dos millones y medio. Todos ellos, todos, alistados de forma voluntaria, seguidores de palabras gruesas. Patria, verdad, justicia, gloria.

Dos millones y medio de jóvenes engrosaron el Ejército británico durante los dieciocho meses iniciales de la Primera Guerra Mundial

Dos millones y medio. Y, sin embargo, no eran suficientes. Necesitamos más, más carne, más cuerpos. Así que un dos de marzo, año 1916, entra en vigor la Ley del Servicio Militar. ¿En la práctica? Reclutamiento obligatorio a todos los varones entre 18 y 41 años. Para hacer esto o aquello, pero reclutamiento obligatorio. Guerra total, ya no hay solo militares... Cualquiera puede terminar en Francia, entre gemidos y olor a miembros que se pudren.

Y algunos se negaron. Por motivos religiosos, políticos, humanistas. Eran miembros del socialismo, creyentes, pacifistas. No me lo permite, mi ideología o mi fe no me lo permite. Polémicos. Todos sufrimos... ¿por qué ellos no? Mi hijo vomitó las tripas en Ypres... no pueden contarme nada del agonizar cada noche. Son cobardes, son indignos.

Que los castiguen.

Hasta 985 absolutistas hubo durante la Primera Guerra Mundial en el Reino Unido. Los absolutistas se negaban a cualquier actividad que tuviese relación con el esfuerzo bélico. No empuño un arma, pero tampoco acarreo materiales, lleno camiones, trabajo en la fábrica donde fundimos zinc con wolframio. Nada.

Uno de estos era Norman Gaudie, y a Norman Gaudie lo mandaron hasta el Castillo de Richmond.

Norman Gaudie tenía veintiocho años y jugaba al fútbol. En el Sunderland, equipo puntero. Él no destacaba demasiado, así que chupaba banquillo, pero ahí queda el currículum. También era contable en una compañía de trenes, la North-Eastern Railway. Y pacifista, pacifista convencido. Así que dijo "no".

A Gaudie lo juzgan. Tribunal de Policia en Jarrow, multa, prisión preventiva. Después a Newcastle. Y, por fin, castillo de Richmond, junto con sus compañeros. A eso le decían Segundo Cuerpo de No Combatientes del Norte. En la práctica... lugar lúgubre, celdas construidas en el siglo XIX. Sin muebles, sin agua, sin nada que no fuese frío y viento burlándose más allá de murallas. Solo podían salir a ver la luz del sol durante una hora cada veinticuatro...

Hubo unos 16.300 objetores en la Primera Guerra Mundial. De ellos, en torno a los 1.300 eras absolutistas. En Richmond estaban muchos. Socialistas, cristianos, filósofos. Gaudie era de los más duros. Rehusaba obedecer órdenes castrenses, rehusaba cualquier tipo de autoridad.

Con él, otros quince. Les dijeron "Dieciséis de Richmond". Los desnudan a las bravas, los castigan a llevar uniforme militar (suprema ironía... degradan el honor del traje al entenderlo como humillación), los arrojan a las celdas más profundas. El periódico Northern Echo habla de palizas y paseos ejemplarizantes por la ciudad. Cuando un país solo piensa en la guerra acaba por creer que todos son enemigos...

(Los Dieciséis de Richmond fueron Gaudie, Martlew, Cartwright, Routledge, Jackson, los hermanos Edwin Law, Myers, Brocklesby, Cryer, Lown Renton, Spencer, los hermanos Hall, y un tal Charles Herbert Senior. Senior. Estremece pensar en Charles Herbet Junior, en lo que pensaría, en lo que contó su familia a aquel niño. Sí, estremece. Charles Herbert Junior).

Bien, si no quieren combatir, serán héroes. Héroes del ejemplo. A los Dieciséis los sacan de Richmond por la fuerza, los llevan a Southampton, embarcan hacia Francia. Desembarco en Le Havre, traslado a Boulogne, campo de Heinriville. Primera línea de fuego. Advierten. Si aquí no acatáis órdenes lo consideramos deserción. Y eso se castiga con fusilamiento. Así aprenderán los otros, los que empiezan a susurrar himnos patrióticos con menos fervor que al principio...

Cuentan que si pasaron todo el viaje cantando. Canciones religiosas, tonadas revolucionarias. Quizá alguna picante, porque siempre se cuela en estos asuntos. Para no desfallecer, para no sucumbir al miedo. Y volvieron a decir "no". Reconsideradlo.

"No".

Amnistía... distinta, por tardía

El seis de junio los Dieciséis están en el puerto de Boulogne-sur-Mer (es el día seis del mes seis del año dieciséis, y ellos sin dieciséis, porque el mundo es lugar caprichoso). Allí les ordenan descargar un barco que trae pertrechos militares. Niegan. Preguntan uno a uno. ¿Lo harás? Todos niegan. Así que a otra celda. Y luego, apenas una semana más tarde, consejo de guerra. Culpables. Uno, dos, tres, cuatro...

Dieciséis culpables.

Muerte por fusilamiento.

Al final Herbert Asquich permuta esa pena por la de diez años de cárcel. Acababa de morir lord Kitchener, y Arthur Rowntree, diputado por York, estaba denunciando el trato vejatorio para con esos ciudadanos de su muy graciosa majestad. Así que prefiere Asquitch no mancharse manucas.

Vayan ustedes a pudrir sus huesos pacifistas en un presidio, caballeros.

Tras la guerra hubo amnistía, pero a los objetores de conciencia les llegó distinta, por tardía. Alguno se puso en huelga de hambre, otros no abandonaron aquellos barrotes hasta bien entrado el año 1919. Los estudios hablan de setenta y tres que fallecieron en prisión. Pero es que fuera el mundo también había cambiado.

(Ross habla en su libro de una comisión de sepulturas de guerra de la Commonwealth. Se ocupa de unas 170.000 tumbas solo en tierra del Reino Unido. Digamos que son jardineros de élite, adecentan lápidas y espacios en aquellos lugares donde, por distancia o dificultad en el acceso, resulta complicado que se haga de otra forma. La Isla Verde, en el Lago Shiel. O Ceann Iar, por las Monachs, donde descansa William McNeill. El barco de McNeill naufragó unas ciento cincuenta millas al sur, y su cuerpo fue arrastrado hasta ese lugar, donde lo encontraron unos pescadores y le dieron tierra. Nadie acude a verlo, nadie puede acudir. Solo ellos. No olvidan. Es lo justo. No hay miembros de la comisión de sepulturas de guerra de la Commonwealth, no, cerca de donde yacen los Dieciséis de Richmond).

Marginados. Apestados. La gente los miraba mal. Demasiados recuerdos, demasiadas desgracias. Por qué mi hijo sí y ellos no... Nadie le da trabajo, nadie ofrece sus antiguos empleos. Alfred Martlew no llegó a soportar esa agonía. Al volver a Inglaterra lo mandaron, como preso militar, hasta las minas de granito por Dyce, cerca de Aberdeen.

Duermen en tiendas de campaña, pillan neumonías, se dan calor unos a otros. No logró aguantarlo, se dio a la fuga. A York, a su antiguo hogar. En julio de 1917 dijo a su prometida que aquello no era vida, que imposible, que se rinde. Voy a entregarme, me declararé desertor, ellos ganan. Entregó a la chica todo su dinero, entregó a la chica un reloj de bolsillo. Una semana más tarde, el cuerpo de un hombre se rescató del río Ouse, cerca de Bishopthorpe. Traje de tweed marrón, corbata negra, camisa a rayas azul marino. Las botas eran reglamentarias del Ejército...

Ah, Norman Gaudie jamás volvió a jugar con el Sunderland.

Aun hoy se pueden ver, en el castillo de Richmond, más de 2.300 inscripciones fechadas entre el siglo XIX y 1970. Algunas son dibujos. Otras, textos.

Todas esconden vidas.

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