El término ludita, que no está recogido en el diccionario de la RAE porque se trata de un anglicismo, es una adaptación al español del utilizado en la historiografía inglesa para referirse a los integrantes de un movimiento decimonónico contra la mecanización de las fábricas, especialmente las textiles. Lo protagonizaron numerosos obreros, temerosos de que las máquinas les quitaran el puesto de trabajo, y se desarrolló a lo largo de cinco años entre 1811 y 1816, siendo fuertemente reprimido.

Si hay un proceso histórico, económico y social que caracterizó la Inglaterra de la segunda mitad del siglo XVIII fue la Revolución Industrial. Desde que James Watt inventó la máquina de vapor en 1769 y se aplicó a una industria hasta entonces artesana, la producción se disparó y el país empezó a cambiar, enriqueciéndose y repercutiendo positivamente sobre una clase social, la burguesía, mientras originaba otra nueva, el proletariado, cuyos integrantes constituían el personal encargado del manejo de las máquinas.

Sus penosas condiciones de vida en general, sumadas al hecho de que se concentraran en las ciudades -a las que se desplazó el peso de la economía- provocaron el surgimiento de nuevas ideologías (socialismo, comunismo, anarquismo) que buscaban un modelo político, social y económico distinto, más justo, a la par que aparecía el sindicalismo para defender los derechos laborales. Todo ello perseguido por la ley en aquellos primeros tiempos, lo que se agravó con el surgimiento del ludismo.

Reproducción de la máquina de vapor de James Watt/Imagen: Nicolás Pérez en Wikimedia Commons

No se sabe cuál es el origen de esa palabra. Tradicionalmente se atribuye a Ned Ludd, un aprendiz de Anstey, en el condado de Leicestershire, que pasa por haber sido el primero en quemar varios telares textiles mecánicos en 1779. Sin embargo, los únicos datos sobre este incidente y su protagonista proceden de un artículo publicado en The Nottingham Review a finales de 1811, apoyado ese mismo año por el libro History of Nottingham, de John Blackner, quien le cambia el apellido a Ludlam. En cualquier caso, eso dio inicio a cierta leyenda popular en la que cualquier proceso destructivo se zanjaba anónimamente con la expresión Ned Ludd did it («Ned Ludd lo hizo»).

Esa joven tradición se recuperó en 1812, cuando se generalizó el movimiento contra la maquinaria fabril. Sus seguidores idearon un personaje que recuperó el nombre de aquel díscolo trabajador para asignárselo a un ficticio Capitán Ludd, con el que se firmaban las anónimas cartas de amenaza a los empresarios junto a otros pseudónimos como Mr. Pistol, General Justice, Joe Firebrad (Joe Incendiario) o incluso Lady Ludd, entre otros. El aura mítica que le rodeaba se engrosó situando su guarida en el bosque de Sherwood, como si de un nuevo Robin Hood se tratara.

Ned Ludd según un grabado de 1813/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Ahora bien, Lud también era el nombre de un monarca celta de la Britania prerromana, presunto fundador de Londinium (Londres) y enterrado en Ludgate, la puerta occidental de dicha ciudad, según cuenta el clérigo y cronista Geoffrey de Monmouth en su Historia regum Britaniae. La versión galesa de esta obra, titulada Brut y Brenhinedd, le llama Lludd fab Beli («Lludd hijo de Beli»), vinculándole con el héroe de la mitología local Lludd Llaw Eraint. Nada mejor que un personaje de tales dimensiones para liderar una lucha obrera.

El responsable involuntario de todo esto fue Joseph-Marie Jacquard, un tejedor y comerciante francés que en 1801 ideó un revolucionario telar programable mediante tarjetas perforadas que mejoraba los anteriores presentados sucesivamente, a lo largo del siglo XVIII, por sus compatriotas Bouchon, Falcon y Vaucanson. El invento, conocido lógicamente como Métier Jacquard («Telar Jacquard») permitía que fuera manejado por cualquier operario sin necesidad de especialización. Patentado en 1804, Napoleón intentó que el sistema no saliera de Francia pero era ilusorio detener el avance de la ciencia.

El problema, irónicamente, estaba en su efectividad; por ejemplo, el nuevo telar era capaz de fabricar sesenta centímetros de brocado de seda a la semana, frente al tradicional que no pasaba de dos. Por tanto, los propietarios de los talleres artesanos no podían competir y muchos se vieron abocados al cierre, dejando a sus trabajadores en el paro. Pero éstos no conseguían trabajo en las fábricas porque a sus dueños les resultaba más barato contratar personal sin experiencia ni formación, dado lo sencillo del uso de las máquinas.

Luditas en un grabado de 1812/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Stricto sensu la situación no era del todo novedosa. Cada vez que se producía un avance tecnológico en los sistemas de producción brotaba un movimiento de oposición que algunos historiadores interpretan como una especie de recurso de fuerza para negociar mejoras salariales, sin que hubiera una auténtica hostilidad a las máquinas. En realidad se trataba de algo típico en el Antiguo Régimen que se hacía extensivo a otros ámbitos, como el minero, el portuario, las crisis de subsistencias, etc. Aunque no siempre era de forma violenta, a menudo se traducía en disturbios específicos -de los que hay noticia al menos desde 1675- y en la organización de sociedades sectoriales que podríamos considerar el germen de los posteriores trade unions (sindicatos).

El contexto político internacional tampoco ayudó. Europa estaba inmersa en las Guerras Napoleónicas, cuya persistencia a lo largo de más de una década repercutió en la economía haciendo que las condiciones laborales se endurecieran por el Sistema Continental (el bloqueo francés a las Islas Británicas) y la solapación de la Guerra contra EEUU. Arnold, una localidad de Nottingham, fue el escenario donde surgió el ludismo propiamente dicho en noviembre de 1811; en los meses siguientes se extendió a Yorkshire y en 1813 a Lancashire.

Un telar Jacquard/Imagen: Hélène Rival en Wikimedia Commons

Aunque los luditas se reunían de noche en los páramos para coordinar las acciones y destruir la maquinaria, lo cierto es que nunca llegaron a organizarse a nivel nacional y se limitaban a realizar ataques aquí y allá cuando el descontento alcanzaba cotas altas. Esa improvisación facilitaba la represión, pese a lo cual el gobierno solía recurrir al ejército, como pasó en Lancashire; hasta doce mil soldados llegaron a destinarse a esas labores, lo que da una idea de la dimensión que llegó a tener el ludismo.

Los luditas no descargaron su odio exclusivamente sobre las máquinas. Los propietarios también recibieron amenazas y a veces las hicieron efectivas, como cuando asesinaron a tiros a un molinero llamado William Horsfall que previamente había hecho violentas alusiones al movimiento. Tres de los autores fueron condenados a muerte y el cuarto se salvó al aceptar convertirse en informador. También los jueces y los distribuidores de alimentos recibieron anónimos intimidatorios, degradándose progresivamente la situación en una dinámica de acción y represalia.

Otro ataque realizado en York llevó a la cárcel a sesenta luditas -aunque no todos lo eran-, iniciando la costumbre de practicar detenciones masivas para dar ejemplo. Una ejemplaridad que se trataba de acentuar con duras sentencias; si de esos sesenta la mitad fueron absueltos, el resto recibió penas de ejecución o deportación amparándose en una nueva ley promulgada ad hoc: la Destruction of Stocking Frames, etc. Act 1812, que convertía la destrucción de telares mecanizados y la entrada en inmuebles con ese propósito en sabotajes y, por tanto, un delito capital.

Vitral recreando el ataque ludita de Westhoughton Mill y su represión/Imagen: Plucas58 en Wikimedia Commons

Esa norma, actualización de una anterior de 1748, se aprobó pese a una virulenta oposición en el Parlamento y a que preveía su vigencia sólo hasta 1814. Entre los que se mostraron más críticos descolló Lord Byron, que siempre se mostró empático con las reivindicaciones de las clases humildes. Durante una sesión en la Cámara de los Lores dijo:

«He conocido algunas situaciones en las provincias más oprimidas de Turquía; pero nunca, bajo el más despótico de los gobiernos infieles, vi miseria tan sórdida como la que he visto desde mi regreso, en el corazón mismo de un país cristiano».

Placa colocada en Westhoughton recordando a los luditas condenados a las penas de horca y deportación/Imagen: Plucas58 en Wikimedia Commons

El caso es que la implacable actuación de las autoridades terminó por ahogar al movimiento. Se considera que el último espasmo ludita fue la conocida como Revolución de Pentrich, un levantamiento armado que tuvo lugar la noche del 9 al 10 de junio de 1817 en el pueblo homónimo. Dos o tres centenares de individuos arruinados, dirigidos por un tejedor en paro llamado Jeremiah Brandreth, planearon apoderarse de un taller siderúrgico y matar a sus dueños para después tomar los cuarteles de Nottigham y, tras recibir dieciséis mil hombres de refuerzo, atacar Newark. Sin embargo, los revolucionarios no fueron capaces de mantener la unidad y bastaron los efectivos de los yeomanry (milicia de reservistas) más una veintena del 15º de Dragones para disolverlos.

En realidad aquel episodio trascendía el carácter ludita, que se limitaba a la antigua militancia de Brandreth y a la coincidencia cronológica. Más relacionado estuvo otro caso, pese a su posterioridad (1830) y el cambio de ámbito: los llamados Disturbios de Swing (en referencia al imaginario líder Capitán Swing), que adaptaron el ludismo al medio agrario de las regiones de East Kent y East Anglia con la destrucción de un centenar de máquinas trilladoras, mutilación de ganado, etc. Los activistas exigían una subida de salarios y la abolición de los diezmos de la Iglesia Anglicana; consiguieron parte de sus reivindicaciones, pero a costa del juicio a dos millares de ellos, de los que la mayoría fueron deportados a Australia salvo una veintena que acabó en la horca.

Como epílogo, cabe añadir que el ludismo se propagó a otros países: Francia, Bélgica, Alemania… Uno de ellos fue España, donde más de un millar de campesinos asaltaron la localidad de Alcoy y estuvieron destruyendo telares textiles hasta la llegada del ejército. Eso fue en 1821, durante el Trienio Liberal, y cuatro años después se reprodujo en Cataluña durante las bullangas, unas revueltas populares anticlericales y anticarlistas durante las que se produjo el incendio de la fábrica Bonaplata, la primera industria textil nacional movida a vapor.


Fuentes

Geoffrey of Montmouth, The history of the kings of Britain | Brian Bailey, The Luddite Rebellion | Steven E. Jones, Against technology. From the luddites to Neo-Luddism | Eric J. Hobsbawm, The machine breakers (en libcom.org) | Geoffrey Poitras, The luddite trials. Radical suppression and the administration of criminal justice | Peter Linebaugh, Ned Ludd & Queen Mab. Machine-breaking, Romanticism, and the several commons of 1811-12 | Eric Hobsbawm y George Rude, Captain Swing | Wikipedia


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