El 9 de julio de 1386 la Confederación Suiza se enfrentó al ejercito del duque Leopoldo III de Habsburgo en la batalla de Sempach, disputada a unos quince kilómetros de Lucerna (en la actual Suiza). La victoria correspondió a los suizos, que aprovecharon un factor que a priori tenían en contra: su equipamiento ligero frente a las pesadas armaduras de sus enemigos. Éstos se vieron afectados por el calor estival y el hecho de que el terreno, poco propicio para la caballería, les obligara a desmontar y combatir a pie. En ese contexto, los jinetes tuvieron que efectuar antes una insólita operación: cortar los extremos de sus escarpes, que siguiendo la moda cracoviana tenían una punta tan extraordinariamente larga que les dificultaba caminar.

Los escarpes es como se denominaba al calzado de las armaduras. Llamados sabatons o sollerets en inglés (einsenschue en alemán), estaban compuestos por una serie de láminas de acero articuladas que facilitaban los movimientos de pie y talón, cubriendo totalmente el empeine de los caballeros desde no hacía mucho, finales del siglo XIII-principios del XIV, cuando se los conocía como escarpes cracovianos o à la poulaine («a la polonesa») en referencia a la citada moda. A mediados de esa segunda centuria dejaron paso a los escarpes a media poulaine para volver con fuerza en el XV y terminar superados en el XVI por otros tipos de punta ancha, progresivamente mayor, denominados pie de oso y pico de pato.

Es decir, se trataba de un calzado para proteger el pie mientras se estaba montando a caballo, pues era así cuando esa extremidad quedaba más expuesta mientras que los pies de los infantes no solían correr peligro porque ningún adversario intentaba golpear tan bajo, so pena de exponer sus hombros, cuello y cabeza al arma del rival. Sin embargo, a veces los caballeros debían dejar sus monturas si el terreno estaba muy embarrado -como pasó en Agincourt tras fracasar las primeras cargas-, resultaba demasiado estrecho para un despliegue adecuado o alguna otra razón. Fue lo que pasó en Sempach. Las tropas de la Confederación ocuparon una zona elevada y boscosa que dificultaba la carga de la caballería, de ahí que los jinetes decidieran echar pie a tierra.

Un escarpe à la poulaine/Imagen: Sheila Thomson en Wikimedia Commons

Pero como así no podían moverse con sus agudos escarpes a la poulaine, tuvieron que quitarles las puntas (eran desmontables), dejando una enorme pila de ellas tras la batalla. De ello dejaron testimonio los cronistas suizos y además aparece representado en una lámina del Luzerner Schilling («Crónica de Lucerna», un manuscrito miniado realizado por Diebold Schilling el Joven en 1513). Lo mismo pasaría diez años más tarde, en la batalla de Nicópolis (1396), cuando los cruzados franceses que habían perdido sus caballos debieron desprenderse de las puntas de sus escarpes para poder escapar corriendo, tras ser derrotados por los otomanos.

Ahora bien, la moda à la poulaine no fue exclusivamente militar ni mucho menos; de hecho, entre los guerreros se popularizó procedente de la vida civil, donde incluso dio lugar a un tipo de zapato específico tobillero, sin tacón, confeccionado de cuero o sobre todo terciopelo y a veces decorado con hilo de oro o joyas. Se llamaba cracovianas o pigaches (en inglés cracowians o pikes; en alemán schnabelschuh), en alusión a su origen: la ciudad de Cracovia, que en el Medievo era la capital de Polonia; allí recibía el nombre de ciżma y se cree que derivaba del estilo sarmático que gustaba a los szlachta, los nobles polacos, durante el paso de la Edad Media a la Moderna.

La batalla de Sempach en una ilustración del Luzerner Schilling. Arriba a la izquierda se ve el montón de puntas de escarpes desechado por los caballeros austríacos/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Ya antes de las fechas reseñadas se habían utilizado zapatos con punta aguda, pues tenemos referencias en el siglo XII, aunque de aquélla era un uso algo irregular -una moda de ida y vuelta- y no fue hasta el tercer cuarto que alcanzaron su forma más exagerada. Pero, para ser exactos, habría que remontarse hasta la Antigüedad, puesto que algunas culturas -especialmente de Próximo Oriente- emplearon calzado apuntado en diversos períodos de su historia. Del segundo milenio a.C. hay representaciones de dioses y monarcas hititas con él, como símbolo de realeza que constituían.

Saltando al Medievo, la tradición atribuye el alargamiento del zapato al conde Fulco de Anjou, que hacia el año 1090 se vio obligado a recurrir a esa medida por tener los pies deformados. Resulta imposible comprobarlo, aunque es cierto que lo normal era que hasta entonces el calzado en Europa terminase de forma redondeada. Lo que sí parece es que las cracovianas se difundieron por la Europa central y mediterránea (no así por la escandinava y Flandes) gracias a los duques de Borgoña, cuya corte era el modelo de la elegancia para las demás y por eso se suele hablar también de moda borgoñona.

En agosto de 1215, el cardenal inglés Robert de Courçon, a la sazón canciller de la Universidad de París desde cuatro años antes, fue puesto a la cabeza de una comisión que debía estipular unas normas de regulación de la vida universitaria y clerical, emitiendo un edicto prescriptor: «Sotulares non habeat sub capa rotunda laqueatos, nunquam liripipiatos » («Compañeros, no se pueden usar zapatos decorados y mucho menos zapatos en punta»).

Armadura del archiduque Maximiliano I, con grandes escarpes/Imagen: Sandstein en Wikimedia Commons

Conviene explicar que en aquellos tiempos era costumbre de las autoridades establecer códigos de vestimenta, incluso en la vida cotidiana, y las cracovianas se consideraban escandalosas por su presunto simbolismo fálico, que los jóvenes acentuaban metiendo estopa en las punteras para mantenerlas erectas.

El autor del Eulogium Historiarum dice que, en 1362, «toda la sociedad inglesa estaba patas arriba; últimamente hay zapatos con puntas tan largas como un dedo, que se llaman crakowes; se parecen más a las garras del diablo que a la ropa humana».

Respecto a esto último hay incertidumbre, pues aunque la iconografía artística muestra también a las mujeres con zapatos de punta alargada, parece que no eran tan desmesurados como los masculinos (que, por cierto, son los únicos de los que la arqueología ha encontrado ejemplares). Es difícil saberlo porque, como resultaba habitual en otros tiempos, la moda era algo exclusivo de las clases acomodadas y ello reduce la posibilidad potencial de piezas que sobrevivan.

No obstante, incluso los estratos sociales más bajos se apuntaron a utilizar zapatos de punta, si bien ésta era más modesta que las de los nobles, quienes presumirían de longitud cracoviana para reforzar su prestigio de estirpe en la misma línea que, por ejemplo, hacían los señores de San Gimignano rivalizando entre sí por construir la torre más alta. En otras palabras, desde su origen polaco ese calzado fue pasando de un país a otro, adquiriendo gran éxito. Tanto que no faltaron críticas. Carlos V de Francia promulgó un decreto en 1368 por el que limitaba su utilización en París e incluso prohibía su fabricación en lo sucesivo.

Cracoviana del siglo XV, probablemente hecha en Toledo/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Asimismo, en la Inglaterra de 1388 circuló un poema que cuestionaba las cracovianas porque impedían arrodillarse para rezar. Tradicionalmente , y aunque ya hemos visto que está acreditado desde antes, se dice que a suelo inglés habían llegado seis años atrás, llevadas por los cortesanos que acompañaron a Ana de Luxemburgo (la primogénita de Carlos IV, rey de Bohemia y emperador del Sacro Imperio) cuando viajo allí para contraer matrimonio con Ricardo II; de hecho, por ese casamiento también se introdujeron el tocado corniforme, que las damas inglesas adoptaron entusiásticamente, y un tipo de carruaje húngaro. El anónimo monje de Evesham dejó escrito en 1394:

«Con esta reina vinieron de Bohemia a Inglaterra esos vicios malditos de media yarda de largo, que era necesario que fueran atados a la espinilla con cadenas de plata para poder caminar con ellos».

Miniatura de Loyset Liédet para Regnault de Montauban. Se ve a los criados con cracovianas y a las damas con tocados corniformes/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Respecto a eso de que se ataban a la pierna, no aparece muy representado en el arte -sólo se sabe de un cuadro de Jacobo I de Escocia- y tampoco hay indicios arqueológicos, pero sí está documentado literariamente, como vemos. No obstante, las menciones no son del todo fiables; la del monje parece más que nada un recurso estilístico y otras son posteriores, por lo que no se trata de testimonios de primera mano. Es el caso, por ejemplo, de la obra A Survey of London, que el historiador y anticuario londinense John Stow publicó en 1598:

«… que los ingleses habían usado zapatos de punta atados a sus rodillas con cordones de seda, o cadenas de plata o dorado, por lo que en la cuarta [ley] de Eduardo IV se ordenó y proclamó que los picos de zapatos y botas no deberían pasar de las dos pulgadas de largo, bajo pena de maldición por parte del clero, y de pagar veinte chelines por cada par por orden del Parlamento».

Efectivamente, la cuarta ley del monarca establecía restricciones en la longitud de la punta del calzado; sin embargo no figura lo de las multas y sanciones, que parece una invención de Stow o quizá era lo que se creía cuando escribió el libro, en una época en la que la moda à la poulaine ya hacía más de un siglo que había desaparecido. Por lo demás, no cita la fuente; sí lo hace otro anticuario, Camden, citando el mencionado Eulogium Historiarum, si bien es posible que su traducción no sea del todo digna de confianza.

Todo lo cual llevará a más de uno a preguntarse de qué medidas estamos hablando exactamente. Lo cierto es que no había una estándar puesto que en aquellos tiempos no se fabricaba el calzado en serie. Las conclusiones hay que sacarlas de los restos arqueológicos -fundamentalmente suelas- y del análisis de las representaciones pictóricas.

Del primer caso se dispone de piezas obtenidas en las excavaciones de Dordrecht y del londinense castillo normando de Baynard; en éste se hallaron más de dos centenares de zapatos, siendo la mitad de un quinto de la longitud de un pie, aproximadamente.

Ilustración de 1905 mostrando cracovianas y otros calzados à la poulaine, junto con complementos como chapines y cadenillas/Imagen: Wikimedia Commons

Ahora bien, otros eran mayores. En siete ejemplares alcanzaban el equivalente a la mitad del pie, que ya es más que de sobra para resultar visualmente llamativos sin llegar a entorpecer demasiado los movimientos. En ese sentido, cabe señalar que las puntas no eran huecas sino que se rellenaban para darles rigidez, forma y consistencia.

¿De qué era tal relleno? Tampoco ahí hay una respuesta única. Un ejemplar encontrado en Londres llevaba musgo, pero una crónica italiana de 1388 refiere crin de caballo y ya vimos el recurso de la estopa y/o algodón para ponerlos erectos; cabe suponer que cada zapatero tendría su propia técnica.

Hablando de técnica, dos curiosidades: por un lado, la implantación de la punta supuso un problema porque lo habitual era coser el calzado del revés y a continuación darle la vuelta, así que hubo que pasar a hacer esto último antes del cosido definitivo; por otro, las cracovianas no sólo tenían un corte diferente para el pie derecho y para el izquierdo sino también, a veces, distinto color, tal cual pasaba con las calzas del usuario en la moda del gótico tardío.

Confección de una cracoviana siguiendo la técnica medieval/Imagen: Ziko en Wikimedia Commons

Una tercera sobre complementos: en la primera mitad del siglo XV se hizo frecuente el uso de chapines, una especie de chanclos o zuecos de corcho que se sujetaban con correas alrededor del zapato, protegiéndolo del agua y el barro; como estaban de moda las cracovianas, tuvieron que amoldarse a su tamaño à la poulaine.

Todo terminó, teorizan algunos autores sin demasiados visos de verosimilitud, porque el monarca francés Carlos VIII no podía usar calzado estrecho debido a la anormalidad genética de tener seis dedos en los pies en vez de cinco y se consideraba irrespetuoso usar zapatos apuntados cuando él no podía.

Y para terminar, a manera de epílogo, añadir que la palabra polaina («Especie de media calza, hecha regularmente de paño o cuero, que cubre la pierna hasta la rodilla y a veces se abotona o abrocha por la parte de afuera», según la RAE) también deriva de poulaine, aunque luego evolucionó hacia ese significado propio.


Fuentes

I. Marc Carlson, Footwear of The Middle Ages | Margaret Scott, Medieval clothing and costumes. Displaying wealth and class in Medieval times | John Stow, A survey of London | Francis Grew y Margrethe de Neergaard, Shoes and pattens | Carl Köhler, A history of costume | Diana Fernández, Sobre las «poulaines» o «pigaches» (en Vestuario Escénico) | Wikipedia


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