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'Creer en las fieras' (editorial Errata Naturae) de Nastassja Martin: “Hay cosas que pasan en el mundo invisible que se hacen reales”


Nastassja Martin es doctora en antropología

Nací en Grenoble, en los Alpes franceses, y vivo en un pueblecito de montaña a 900 metros de altitud, en el sur de los Alpes. Tengo una hija. Me gustaría decir que soy socialista, pero hoy el socialismo no existe ni tampoco una política ecologista. No creo en dogmas, pero sí en que hay un mundo invisible

El abrazo del oso.- “Llevaba 15 años trabajando sobre animismo y la relación de los humanos con diferentes animales, en la caza o en los sueños, estudiando cómo las fronteras entre especies se difuminan. Y al final ese encuentro me pasó a mí”. Tras años en Alaska, Martin se aventuró a tierras más extremas, vivió durante años con el pueblo eveno en Kamchatka, nómadas pastores de renos y cazadores, hasta que los sedentarizaron a la fuerza: “Luego decidieron volver a su hábitat. No solo habían conservado su vida espiritual, sino que la reinventaron”. Fue entonces cuando Nastassja empezó a soñar con un oso, una forma de comunicación de los evenos con su entorno, hasta que se topó con él y la atacó. Su vida cambió para siempre, lo cuenta en un libro hipnótico, Creer en las fieras (Errata Naturae). “Hay otras maneras de estar y percibir el mundo.”


- Es usted miedka, mitad mujer mitad oso.

- Así me bautizaron los evenos, los pobladores de los bosques de Kamchatka, por haber sobrevivido al ataque de un oso.

- ¿Qué hacía usted allí?

- Estudio la cosmovisión de las poblaciones nativas del Gran Norte. Tras vivir con los indígenas de Alaska, me fui siete años con los even, a un lugar cuyo acceso está prohibido por el ejército ruso.

- Antes de miedka tuvo otro nombre.

- Me llamaban matukha, que significa osa. Es interesante: uno cree que va a observar, pero son los otros los que te observan a ti. A mí me gustaba caminar sola por el bosque, subir a los árboles, comer bayas.

- Costumbres de oso.

- Lo más increíble es que empecé a soñar cada noche con un oso. Los evenos decían que los osos me habían elegido y cada mañana me hacían contarles mi sueño y discutían entre ellos sobre el significado. Fue entonces cuando me advirtieron del encuentro.

- ¿El encuentro con el oso de sus sueños?

- Sí, nos topamos, el oso me mordió en la cara arrancándome la mandíbula, luego metió mi cabeza entre sus fauces quebrándome el cráneo, pero inopinadamente decidió soltarme y marcharse. Me dejó vivir. Para los evenos algo del espíritu del oso quedó en mí.

- ¿Y siente ese espíritu en usted?

- Sí, y resulta muy difícil de explicar, y más para una antropóloga. Algo se abrió en mí. Como dicen los evenos, la frontera entre dos mundos se había borrado.

- ¿Los evenos son animistas?

- Sí, creen que todos los seres tienen alma y que en ciertas condiciones se puede comunicar con ellos. Curiosamente, esa era mi investigación, averiguar si esos pueblos animistas que habían sido colonizados, al volver a la vida silvestre, podían recuperar su cultura ancestral.

- ¿Y?

- Lo hacen, y el primer paso, dado que viven totalmente expuestos al medio, es la comunicación con los animales y con el bosque, y lo hacen a través de los sueños.

- ¿No son simples creencias?

- Son modos de relación compartidos entre los humanos y los otros seres, y es real. He dedicado quince años a estudiar esta cosmovisión en el terreno y siempre con objetividad.

- Entonces, ¿existe una conexión espiritual entre los humanos y los animales?

- Podemos decir que sí. Para saber lo que va a pasar o cómo orientar sus acciones en cosas muy concretas, como dónde ir a cazar o qué cazar durante el día, los evenos se comunican con los animales, es un toma y daca.

- Forman parte del mismo ecosistema.

- Sí, y los animales tienen un sentido inmediato de las fluctuaciones del tiempo, saben si se va a levantarse el viento, si viene tormenta o el gran frío, comunicarse con ellos es básico.

- ¿Y lo hacen a través de los sueños?

- La anciana Daría, con la que yo vivía, se levantaba y decía: “Esta noche me encontré con los salmones, están en tal recodo del río”, o “he volado con los gansos salvajes hacia el sur, nos tenemos que preparar porque ya llega el invierno”. Eran cosas muy prácticas.

- ¿Ha adoptado esas creencias animistas?

- Después de lo que me ocurrió fui muy permeable a ellas. Mi modelo cultural se destruyó poco a poco y empecé a sentir el mundo como ellos. Soñar con el oso fue muy perturbador, creí que me estaba volviendo loca.

- ¿Qué ha aprendido de este viaje personal tan bestia?

- Que la violencia humana no corresponde a nuestra parte animal. Ese oso no fue violento conmigo, fue lo que él es, un oso. No tiene nada que ver con la violencia generalizada que estamos viendo desde hace siglos entre humanos.

- ¿Qué más?

- Y vi que hay cosas que pasan en el mundo invisible que se hacen reales. En el mundo moderno vemos los sueños como proyecciones de nuestro subconsciente, esas tribus salen de su cuerpo para encontrar otras almas, para entender un poco más el mundo. Para ellos los sueños son el centro del día.

- ¿El encuentro con el oso le cambió?

- Cambió mi vida. Es difícil, me he sometido a cinco operaciones, pero no cambiaría nada de lo que pasó. La belleza de lo que me ha sucedido es que lo sé todo sin saber ya nada.

- ¿Qué debemos aprender de los evenos?

- Que nuestra manera de ver el mundo no es la única por muy científica que la consideremos. Hay otras, y tienen sentido. Estamos metidos en una crisis total: sanitaria, política, ecológica; entender y practicar otras formas de relación con el mundo nos puede ayudar a dejar de tratarlo como un objeto insensible.

- Quizá está en nuestra naturaleza.

La manera en que interactuamos con el mundo es muy reciente, antes los humanos lo hacían con una apertura que todavía está en nosotros. Debemos abrir la conciencia a otras formas de percibir la vida.

- 'Creer en las fieras' (Nastassja Martin).

A todos los seres de la metamorfosis, aquí y allá

"Yo ya he sido antes un muchacho y una muchacha, un arbusto, un pájaro y un mudo pez de mar" (Empédocles, 'Sobre la naturaleza', fragmento 117)

Otoño.-

El oso se marchó hace varias horas y yo espero, espero a que la niebla se disipe. La estepa está roja, las manos están rojas, el rostro tumefacto y desgarrado no parece el mismo. Como en los tiempos del mito, es la indistinción quien reina, yo soy esa forma incierta, con los rasgos desaparecidos bajo las brechas abiertas del rostro, cubierta de humores y sangre: es un nacimiento, pues resulta obvio que no es una muerte. A mi alrededor, los mechones de pelo marrón endurecidos por la sangre seca cubren el suelo y recuerdan el combate aún reciente. Desde hace ocho horas, tal vez más, espero a que el helicóptero del Ejército ruso atraviese la niebla para venir a buscarme. Cuando el oso huyó, me até la pierna con la correa de la mochila. A su llegada, Nikolái me ayudó a vendarme la cara y me vertió por encima nuestra preciada reserva de 'spirt' ("Alcohol" en ruso), que se derramó por mis mejillas mezclado con lágrimas y sangre. Después me dejó sola y se llevó mi pequeño Alcatel de campo para llamar a los servicios de rescate desde lo alto de un promontorio. Seguramente se fue pensando en la red inestable, en el teléfono antiguo, en las antenas lejanas, en que todo funcionase, porque estamos rodeados de volcanes, unos volcanes que antes celebraban nuestra libertad y que ahora escanden nuestro encierro.

Tengo frío. Busco a tientas mi saco de dormir y me abrigo con él como puedo. Mi mente se va con el oso, vuelve, da vueltas, crea vínculos, analiza y descompone, levanta castillos de superviviente en el aire. Por dentro debe de parecer una proliferación incontrolable de sinapsis que envían y reciben información con más rapidez que nunca, en un tempo onírico: deslumbrante, fulgurante, autónomo e ingobernable. Sin embargo, nunca nada ha sido más real ni más actual. Los sonidos que percibo están ampliados, oigo como la fiera, soy la fiera. Me pregunto por un instante si el oso volverá de una vez por todas para acabar conmigo o para que yo acabe con él, o para que los dos muramos en un último abrazo. Aunque ya sé, lo noto, eso no sucederá, él ya está lejos, va tambaleándose por la estepa de altitud con el pelaje perlado de sangre. A medida que él se aleja y que yo recupero mi ser, ambos volvemos a ser dueños de nosotros mismos. Él sin mí, yo sin él, sobrevivir a pesar de lo perdido en el cuerpo del otro, lograr vivir con lo arrebatado.

Lo oigo mucho antes de que llegue. A Nikolái y a Lanna, que han regresado conmigo, les resulta sin embargo inaudible; ya viene, digo, pero si no hay nada, responden, solo nosotros en la inmensidad con una bruma que sube y baja. Pero, al cabo de varios minutos, un monstruo de metal naranja, superviviente de la época soviética, acude por fin para sacarnos de este lugar.

***

En Kliuchí es de noche, una noche profunda. Kliuchí. El "pueblo llave". El centro de entrenamiento, la base secreta del Ejército ruso en la región de Kamchatka. Se supone que no debería saber que todas las semanas bombardean este pobre trozo de tierra desde Moscú para medir el alcance de las bombas y asegurarse de que, en caso de guerra, llegarán a las orillas americanas del estrecho. Tampoco debería saber que todos los nativos de la región -los evenos, los koriakos, los itemenos-, o lo que queda de ellos, están reclutados aquí porque, sin renos y sin bosques, lo absurdo se vuelve normal y vienen a luchar por sus torturadores. Todo esto lo sé desde el principio, y lo sé porque mi trabajo consiste en enterarme de este tipo de cosas. Los evenos, con quienes comparto la vida diaria en el bosque desde hace meses, me contaron lo de las bombas que estallan por la noche cerca de los dormitorios comunes. En ocasiones se han reído de mis preguntas, me han mirado con recelo, me han tachado de espía, con amabilidad, con crueldad, con ironía, me han atribuido todos los papeles imaginables, pero siempre me lo han contado todo. Me han hablado del pueblo, del alcohol, de las peleas, del bosque que se aleja y, con él, la lengua materna que se olvida poco a poco, del trabajo que escasea, de la patria salvadora... y de lo que el campamento de Kliuchí les ofrece a cambio.

Ironías del destino. El dispensario se encuentra en el pueblo llave y es allí donde aterrizamos, tras las alambradas de espino, tras las torres de vigilancia, en plena boca del lobo. Yo, que me reía para mis adentros al enterarme de todas esas cosas prohibidas sobre este lugar secreto, me encuentro ahora en el mismísimo corazón de la unidad de atención sanitaria para los soldados y los heridos de la cuasiguerra que se desarrolla en la zona.

Es una mujer mayor quien me cierra las heridas. La veo manejar el hilo y la aguja con una cautela infinita. He superado la fase de dolor, ya no siento nada aunque sigo consciente, no se me escapa un detalle, permanezco lúcida más allá de mi humanidad, disociada de mi cuerpo mientras aún lo habito. 'Vsyo budet horosho', todo va a ir bien. Su voz, sus manos, eso es todo. Miro los mechones largos, rubios y rojos que caen a mis pies mientras me corta el pelo para suturar las heridas de la cabeza, que milagrosamente no se ha partido en dos; en vano, lucho por distinguir alguna luz, pero la profundidad de la noche es opaca, dolorosa, infinita, no se sale de ella así como así. Es entonces cuando lo veo. El hombre gordo y sudoroso que acaba de entrar en la sala me apunta con su teléfono, me saca una foto, quiere inmortalizar el momento. El horror tiene un rostro que no es el mío, sino el suyo. Me enfurezco. Tengo ganas de abalanzarme sobre él, de abrirle el vientre, de sacarle las tripas y de taladrarle el maldito teléfono a la mano para que se haga el selfi más bonito de su vida mientras la pierde, pero no puedo. Sólo puedo mascullar que pare y taparme la cara con torpeza, estoy rota, quebrada. La mujer mayor lo entiende, lo echa de la sala y cierra la puerta, la gente, dice, ya sabe usted cómo es.

El resto de la noche pasa así, con ella, que cose, lava, corta y vuelve a coser; pierdo la noción del tiempo, que ahora vuela, ambas flotamos en un océano oscuro con olor a alcohol, arrastradas por una marejada ascendente y descendente. Al día siguiente, a mediodía, vienen a buscarnos, el helicóptero está ahí, va a trasladarme a Petropávlovsk. Una especie de bombero ruso desciende, grande, sonriente, vestido de rojo, reconfortante. Me ofrece una silla de ruedas, la rechazo, me levanto, me apoyo en su hombro para bajar la escalera, blanco gris blanco gris, franquear la puerta, llegar a la explanada de hormigón. Allí la gente se congrega para admirar el espectáculo con el móvil al acecho, vuelvo a taparme la cara con la mano libre, evito los 'flashes' y, sujeta por mi salvador, me lanzo por segunda vez al interior del vientre del helicóptero.

***

El viaje transcurre en un estado de semiconsciencia, siento frío, la sangre que me baja por la garganta me causa dolor al respirar. Al llegar, los médicos me obligan a tumbarme bocarriba en una camilla. Les digo que es imposible, que así no puedo respirar, pero ellos se empeñan y comienzan a sujetarme entre varios, parece como si estuviera aquí toda la unidad, me ahogo. Gritan, chillan, siento un pinchazo en el brazo inmovilizado, luego, de golpe, todo se detiene, las luces se mecen, pierdo el conocimiento por...

(Ima Sanchís, La Contra, La Vanguardia, 15/03/21)