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Einstein no predijo la existencia de los agujeros negros

Einstein fue quien planteó las ecuaciones de la relatividad general, la teoría que describe cómo funciona la gravedad, pero no fue el primero en encontrarles una solución. Esa primera solución es la que predijo la existencia de los agujeros negros.

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Cuando Julio Verne escribió su novela De la Tierra a la Luna sabía que su proyectil debía salir con la velocidad suficiente para vencer el tirón gravitacional de nuestro planeta. El cañón debía lanzarlo a una velocidad de unos 40.000 km/h. Esta velocidad recibe el nombre de velocidad de escape. Comparada con la que alcanzan nuestros coches es inmensa, pero bastante pequeña si la comparamos con los 620 km/s (¡más de 2 millones de kilómetros por hora!) necesarios para escapar de la superficie del Sol.

Es evidente que cuanto más denso, compacto, sea un cuerpo mayor será la velocidad necesaria para vencer su campo gravitatorio. ¿Puede ocurrir que exista alguno con una masa suficiente para que su velocidad de escape sea igual a la de la luz? Esta misma pregunta se la hizo el astrónomo John Mitchell, párroco de Thornhill, en Yorkshire, Inglaterra. En un artículo leído el 27 de noviembre de 1783 en la Royal Society de Londres y publicado un año más tarde en sus Philosophical Transactions, Mitchell escribió: “...la luz no podría escaparse de un cuerpo que tuviese la misma densidad que el Sol pero con un radio 500 veces mayor”. Siguiendo la antigua y muy sana tradición de poner interminables títulos a los escritos, John Mitchell tituló su artículo On the means of discovering the distance, magnitude, etc., of the fixed stars, in consequence of the diminution of their light, in case such a diminution should be found to take place in any of them, and such other data should be procured from observations, as would be further necessary for that purpose.

Pocos años después, en 1796, el matemático y astrónomo Pierre Simon Laplace estudió la existencia de estos ‘cuerpos oscuros’. “Es posible que los más grandes astros luminosos del universo puedan ser invisibles”, escribió en su obra Exposición del Sistema del Mundo. Ambos trabajos se asentaban en la teoría corpuscular de la luz formulada por Newton y en su ley de la gravitación universal. Sin embargo, los diferentes experimentos realizados a principios del siglo XIX revelaron que la luz se comportaba como una onda y no como si estuviese compuesta por pequeñas partículas. Viendo cómo uno de los fundamentos de su predicción se desmoronaba, Laplace se retractó y aquellos estudios pasaron a ser una simple curiosidad. Hasta que llegó Einstein y su teoría general de la relatividad.

Puede resultar llamativo que la primera solución a las ecuaciones de la relatividad general no fuera encontrada por el propio Einstein. Quien la obtuvo fue el astrónomo alemán Karl Schwarzschild, director del observatorio de Postdam. Con cuarenta años abandonó al tranquilidad de su cargo para alistarse como voluntario tras el estallido de la Gran Guerra. En aquellas condiciones tan poco propicias para desarrollar un trabajo científico como eran las las trincheras del frente ruso, estudió los artículos que Einstein había presentado en la Academia de Ciencias Prusiana en noviembre de 1915. Un mes después hallaba una solución analítica al problema de una masa puntual situada en el espacio vacío.

Desgraciadamente no pudo defender su trabajo en la Academia. Durante su estancia en el frente oriental contrajo una enfermedad de la piel, el pénfigo, una enfermedad de tipo autoinmune cuya característica básica es la aparición de ampollas extensas por todo el cuerpo, muy frágiles. Viene acompañada de anorexia, cansancio, fiebre, dolores en las articulaciones… Esta situación se agrava paulatinamente y en aquella época -antes de la aparición de los corticoides- conducía a la muerte. Repatriado urgentemente, murió el 11 de mayo de 1916 en un hospital de Postdam.

El manuscrito entusiasmó a Einstein, que lo leyó en la Academia cuando Schwarzschild yacía en el lecho de muerte. En él no solo daba una descripción correcta del campo gravitatorio del Sistema Solar, sino que introducía la existencia de los agujeros negros. Schwarzschild demostró que si una masa está lo suficientemente concentrada, la curvatura del espacio en regiones próximas alcanzará tal magnitud que la dejará separada, aislada, del resto del universo. Estamos ante un embudo cósmico: cualquier cosa que se precipite en su interior se perderá irremisiblemente y quedará atrapada allí, sin conexión posible con el resto del universo.

¿Por qué? A medida que nos acercamos a un cuerpo la velocidad necesaria para escapar de su campo gravitatorio va siendo cada vez mayor. Si ese cuerpo es lo suficientemente masivo y compacto, llegados a una determinada distancia la velocidad para escapar de su abhrazo gravitatorio es exactamente la de la luz. Y si a partir de ese punto continuamos acercándonos al objeto, la velocidad de escape se hará mayor que la de la luz. Como la velocidad de la luz marca el límite físico a todas las velocidades posibles de las partículas existentes en nuestro universo, nada puede salir: la luz y todo lo que se encuentre en esa región del espacio queda atrapado, sin conexión posible con el resto del universo. A esa distancia que marca el límite de no-retorno se la conoce con el nombre de radio de Schwarzschild u horizonte de sucesos. Nada de lo que pudiera acontecer en su interior será visto, oído o conocido por ningún observador externo.

La idea de que pudiese existir un cuerpo tan inefablemente extraño repugnaba a gran cantidad de físicos, incluyendo al propio Einstein. Muchos físicos dedicaron grandes esfuerzos a encontrar algún mecanismo que impidiera su existencia en la naturaleza. Por desgracia para ellos, en 1939 Robert Oppenheimer el padre de la bomba atómica y Hartland Snyder demostraron que tales objetos no eran meros fuegos de artificio matemáticos y sí podían existir en el mundo real.

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