¿Y si el neoliberalismo anhela un genocidio?

En un mundo de clases donde los robots hacen los trabajos de los pobres, ¿para qué los habrían a ellos de necesitar, si con el neoliberalismo en silencio y total impunidad los podrían exterminar?

Todo tendría más sentido. Mucho se aclararía. Comportamientos al parecer irracionales, incomprensibles, cuestionables, se podrían organizar y apreciar perfectamente en un mapa conceptual cuyas líneas, conectores y corchetes, impulsarían la vista hacia un único objetivo final: tres palabras escritas en el rincón del tablero creando una frase capaz de causar un horroroso pánico a quien se atreva a posar sus ojos en ella: «matarlos a todos». Y es que la existencia de tal plan sería lo único que podría dar lógica a la alocada era actual.

Krystal Ball se hizo inolvidable para sus espectadores al recitar un monólogo cargado de información imposible de creer. Durante su espacio en el programa matutino «The Rising», produjo ella un espantoso escalofrío en su audiencia al informar cómo «las corporaciones envenenan a los bebés mientras los reguladores del gobierno miran para otro lado». Imposible encontrar el más mínimo indicio de exageración en su denuncia. Producto de una investigación realizada por el Congreso de los Estados Unidos, se pudo sacar a la luz que cuatro de las compañías comercializadoras de alimentos para bebé más reconocidas del mundo no eran nada distinto a mafias dignas de los peores castigos. No tuvieron ellas, se desprende de la información presentada, el más mínimo inconveniente en vender productos dirigidos a los más pequeños humanos con contenidos poblados de plomo, arsénico, cadmio y mercurio, todos en cantidades exageradas hasta hacerse enfermizas. Incluso, en algunos se descubrieron rastros de los cuatro metales pesados. Una generación entera de bebés envenenados por cuatro de las más grandes corporaciones del planeta. Eso sí, todas con comerciales de sobresaliente hermosura alabando las cualidades nutritivas de sus productos.

Krystal Ball. Foto The Common Good.

Cynthia Cole ocupó durante gran parte de la década de los años 90 uno de los más altos cargos a llenar por los mejores ingenieros en la empresa de aviación Boeing. Fue ella entrevistada en octubre de 2019 por el medio independiente de los Estados Unidos NPR, y, en medio de su conversación, fue contundente al aclarar que desde 1997 la seguridad de la tripulación y los viajeros pasó a ser un asunto de segunda categoría para la corporación en donde se desempeñaba profesionalmente. Se cimentaba con esa actitud y filosofía empresarial la base para el desastre que sería la caída de tres aeronaves 737 Max en el nuevo milenio. Producto de las tragedias y la consecuente obsesión por entender lo sucedido, centenas de conversaciones privadas al interior de la multinacional estadounidense se vieron expuestas al público, revelando en las líneas escritas el alma de una corporación inescrupulosa. Bien comparte Jacobin Magazine que «las comunicaciones ofrecieron una imagen sombría de la cultura corporativa de Boeing: empleados de alto nivel insultando la inteligencia de los funcionarios de la FAA (agencia reguladora), discutiendo formas de engañar a los reguladores de la aviación, lamentando su propia vileza moral».

Fue la sagacidad de Antonio Caballero la única capaz de desenredar la maraña formada de ilógicas decisiones agrupadas bajo el título de «Guerra contra las Drogas». Hace mucho, cuando era ésta aún legítima, preguntó él cómo era posible que los Estados Unidos, país controlando todas las industrias existentes en el planeta, le quedará imposible dominar el negocio de las drogas ilícitas, cediendo el puesto de privilegio a unos contrabandistas de Antioquía. Bien lo dijo Noam Chomsky en su libro más valiente hasta la fecha: «Miedo a la Democracia»: el cartel de Medellín fue un invento por los gobiernos de los ochenta en el mundo para hacer olvidar que en esos días se enfrentaba otra guerra contra otras drogas: el tabaco de las tabacaleras. A hoy, los grandes capos internacionales se ubican en el mundo de las todopodetosas farmacéuticas, multinacionales importadoras de opio de Afganistán para vender en productos legitimados por doctores corrompidos que los prescriben como si de agua para un deshidratado se tratara. Protegidos por las leyes federales de su país, la industria médica de los Estados Unidos ha traicionado a millones de pacientes, causando demasiadas sobredosis y transformando sus pacientes en desesperados adictos de sus productos estrellas: Oxycontin y Vicodin.

Cynthia Cole. Foto de The Seattle Times.

La industria del azúcar endulza paladares con las misma eficacia que enferma la sangre, hasta el punto de cercenar el ciclo de vida de millones por diabetes a nivel global; las petroleras oscurecen el aire del planeta y los pulmones de los humanos, envolviendo al mundo entero en una nube negra que evapora la vida de siete millones de personas al endilgarles complicaciones respiratorias; la industria armamentista mueve sus tentáculos para impedir algún tipo de reforma sobre un negocio que promueven como un juego de niños entre héroes y villanos, pero que parece solo puede producir víctimas inocentes; la jornada laboral en los Estados Unidos se convierte en pandemia al ser capaz de acortar la vida de cientos de miles de trabajadores al año producto de una pesada carga en los lugares de trabajo; los desalojos de arrendadores quebrados de sus hogares, durante y a causa de la pandemia del Covid-19, condujeron a cientos de miles a la muerte al perder la posibilidad de un refugio en medio de un virus respiratorio acechando cada rincón del planeta buscando cuerpos humanos a los cuales habitar.

No fue José Saramago quien sobre un papel lo plasmó; pero quien sea que lo haya escrito en su nombre por un momento alcanzó el nivel de inspiración explayado en cada palabra del genio portugués: «Los fascistas del futuro no van a a tener aquel estereotipo de Hitler o de Mussolini. No van a tener aquel gesto duro militar. Van a ser hombres hablando de todo aquello que la mayoría quiere oír. Y muy pocos podrán percibir que la historia se está repitiendo”. El capitalismo neoliberal mata sin parangón o restricción, sin pudor y sin a él causarle algún dolor. Nick Hanauer lo plasmó sin miedo en su famosa charla en TED: no son técnicos los hombres y mujeres dominando el mundo económico hoy, son sociópatas. Los ajustes estructurales impuestos a países en crisis por imposición del Fondo Monetario Internacional, firmados por gobernantes traicionando a sus votantes, causantes del cierre de empresas y hospitales, no han traído prosperidad a las naciones y sí mucha hambre, llantos y sangre. Muerte. Los argumentos científicos siempre aparecen cuando de justificar lo imperdonable se trata. Las razones técnicas se esgrimen como armas cortopunzantes cortando la yugular de políticas públicas alternativas y menos diabólicas; pero todo genocida a través de la historia ha encontrado razones para justificar sus crímenes y los de esta era los han organizado hasta hacerlos parecer una ciencia: el neoliberalismo.

José Saramago. Foto de El País.

El motivo justificando todo era la salud del sistema. Se enterraban cadáveres sobre los que se instalaron los cimientos de una economía vigorosa capaz de alimentar hasta la saciedad a los sobrevivientes. Quedó plasmada, tamaña irracionalidad, en la propuesta de los senadores del Partido Republicano de los Estados Unidos solicitando retornar velozmente a los negocios y no seguir refugiados del virus SARS-CoV-2​, porque era «más importante salvar la economía que la vida de los ciudadanos». Si el sistema sólo ofrece dos opciones: hambre o muerte, lo más lógico no es escoger alguna, sino derrocar el sistema. Y se debe, pues el rey ha quedado expuesto en su partes íntimas y la verdad se comienza a esclarecer. Adam Smith definió a la clase poderosa de su época como los «amos de la humanidad». Tom Wolfe los habría de bautizar en su clásico «La hoguera de las vanidades» como los «amos del universo». El nombre parece ser tan acertado como aterrador: en un mundo de clases donde los robots están a pasos acelerados aprendiendo a hacer oficios cada vez más complicados, en un planeta con recursos limitados, la cruda y dura realidad es que, desde la perspectiva de los poderosos, miles de millones de seres humanos simple y llanamente, sobran.

Y han demostrado, los hombres de traje y corbata instalados en los lugares de poder, su espantosa capacidad de daño. Ninguno puede acusar el haber sido cegado por el velo de la ignorancia sobre los horrores causados por sus acciones. «No hay hombres inocentes, y menos en Wall Street», sentenciaba el personaje de Charles «Chuck» Rhoades Jr. en la serie «Billions». No hay hombres ni mujeres inocentes en el capitalismo moderno. En todo momento tuvieron conocimiento de las muertes a causar por las acciones a tomar. No hay debate posible, la evidencia es contundente y la sentencia unánime: culpables en primer grado de genocidio. Pero, ¿por qué? La eterna pregunta encontraba una respuesta poco satisfactoria: la eficacia, la eficiencia, las necesidades económicas. Pero una noticia, por poco desapercibida, hace pensar que tal vez había algo más.

Chuck Rhodes. Serie «Billions». Showtime

En el Estado de Nevada en los Estados Unidos, las corporaciones más grandes del planeta han logrado escribir una ley que les permite establecer, en un territorio determinado que haya sido adquirido como su propiedad, un Estado autónomo. El condado Google, el pueblo Amazon, la ciudad Facebook, se están ya construyendo. Un Estado se conforma de una nación (las personas), un país (territorio) y una administración pública (el gobierno). ¿Cómo será en los nuevos entes políticos? Aún está por verse, pero seguramente serán empleados en vez de ciudadanos, juntas directivas en vez de parlamentos, Directores Ejecutivos en vez de presidentes y estatutos corporativos en vez de leyes. Oligarquias enterrando democracias. Aunque sobre esto nada han declarado, es predecible que establecerán un código tributario que les permitirá pagar ahí, en su propio Estado, los «impuestos» a recaudar. Producirán miles de millones alrededor del mundo para trasladarlos a sus propias arcas. ¿Están en su derecho? Es un debate abierto, pero el hecho es que el uso que cada ciudadano hace de su celular les produce a ellos la información que luego logran monetizar. Yanis Varoufakis ha estado proponiendo que, como todo ser humano del planeta trabaja para las grandes tecnológicas de gratis, establecer un impuesto exclusivo a ellas para recaudar una renta básica universal es legítimo y financieramente sostenible. Además, justo y lógico. Ya no.

¿Por qué habrían de querer extinguir grandes cantidades de seres humanos? Porque así como no fue suficiente el comprar los gobiernos y su ambición los llevó a fundarse como Estados, el mundo lo querrán libre de ataduras para ellos. Todos sus recursos, todos sus espacios, todas sus posibilidades. ¿Por qué compartir el agua, que es escasa? ¿El aire, que está cada vez más contaminado? ¿Los alimentos, que han empezado ya una escalada terrorífica de precios? Si a nada están de crear robots con la inteligencia suficiente para hacer las tareas arduas, humanos de clases sociales más bajas ¿para qué? Sus autos se conducirán solos, sus cosechas serán regadas de forma automática, maquinas inteligentes harán los quehaceres del hogar, la energía eléctrica será capturada del cielo, los drones en piloto automático harán los domicilios. El paraíso lo tienen a su alcance, solo les falta deshacerse de las masas empobrecidas. Y puede ser que, para eso, se hayan dado cuenta del gran poder habido en el neoliberalismo.

Yanis Varoufakis

El capitalismo neoliberal mata sin parangón o restricción, sin pudor y sin a él causarle algún dolor. Nick Hanauer lo plasmó: no son técnicos los hombres y mujeres dominando el mundo económico hoy, son sociópatas.

Autor: Andrés Arellano Báez.

Profesional en Gobierno y Relaciones Internacionales de la Universidad Externado de Colombia.

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