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En uno de los últimos molinos en activo de Cantabria: así ha sobrevivido moliendo maíz durante más de un siglo

La harina de maíz fue parte fundamental de la dieta en el norte hasta hace muy pocos años. En aquel tiempo docenas de molinos trabajaban en invierno y primavera casi sin descanso. Hoy quedan apenas un puñado. Visitamos Roiz para que nos expliquen cómo se ha mantenido uno de ellos.

Se debe atravesar un río para llegar al Molino de La Vega
Se debe atravesar un río para llegar al Molino de La Vega. Gema Rodrigo

A Manuel Rivas su madre le dijo que buscase un trabajo seco. Sí, uno en donde no llegues a casa todos los días empapado, igual que le pasa al marido, que es albañil. Rivas, inocente, se hizo periodista.

Pobre.

Pienso en Manuel Rivas mientras paso (botas con goma parcheada, corriente por encima de los tobillos, tantear tembloroso de quien se sabe torpe) el arroyo Bustriguado. A una orilla queda el pueblo. Barrio de La Vega, en Roiz. A la otra, justo enfrente, el molino.

Vine aquí para eso.

Hace fresco, por la mañana. Hace fresco, y baja agua en el riachuelo, que poco después desemboca al río Escudo y, un puñado de kilómetros, llega hasta el Cantábrico por estuario en San Vicente. "Aquí se nota mucho, el cambio de caudal. Si llueve bastante por la noche hay días que ni siquiera puedes ir hasta el molino. Luego mengua. Es que es un río corto, nace allá arriba, y por eso hay tanta variación".

Me lo cuenta Francisco. Francisco es alto, fornido, y tiene más experiencia que yo, por eso ha llegado en quad, uno de esos bichos que suben cualquier cambera y donde puede cargar sacos con tacto a infancia. Sacos que llevan maíz. Hasta el molino de su familia. Único funcionando por la zona, en muchos kilómetros. Donde hubo, ya no hay. Antes quedaba otro, en Valles. Santa Isabel, le decían, pero ahora represa para una central hidroeléctrica. A mediados del siglo XVIII, cuando el maíz (la máiz, se decía en la tierra, la máiz, así, en femenino y con acento cambiado... la máiz, contaba mi abuelo) era base de alimentación acá, solo en Roiz había siete molinos. El Bustringuado, arroyo chiquituco que rebrinca justo a este, alimentaba un par. Ya solo aguanta él...

Ya nadie muele maíz (lean ustedes la máiz) en estas tierras verdes.

El maíz lo trae a Europa Cristóbal Colón. Bodegas atestadas con guacamayos, plantas e indígenas. Llegan mejor unas que otros. Durante el primer viaje pilla diez indios como presentes para los Trastámara. Solo arribaron seis de ellos.

Pero nuestro maíz bien, gracias. Es 1494 y ya empiezan a plantarlo. Alrededores de Sevilla. Mucho calor, poco rendimiento. En el norte fue distinto, aunque tarda.

Aquí se pasaba miseria. En Cantabria. Calorías insuficientes. Antes de las panojas y todo eso, digo, fíjense si me remonto. Por el clima, por la humedad. ¿Cereales? Poquitos, y calidades malas. Panizo, centeno. También trigo escanda y esprilla. ¿Saben la espelta que ahora cotiza tanto en panaderías gentrificadas? Pues eso, solo que entonces uno no miraba tanto estas cosas, y sí lo de no morirse. El trigo, el grano, siempre fue riqueza para tierras propicias. Campoo y Liébana, también Soba. El resto... sufrir.

Por eso lo del maíz fue revolucionario. Producto nutritivo, que crecía a la perfección, que alimentaba personas y animales. Trepan por allí, además, zarcillos que luego serán alubia. Rendimiento. Las tierras al norte de la Cordillera se convirtieron en exportadoras de cereal. A principios del siglo XVIII este cultivo era ya hegemónico. Cambió también, claro, paisajes y fincas. Donde antes hubo bosque bajo prendían ahora maizales crecidos hasta donde alcanza el mirar...

A mí de esto me habló la madre de mi amiga Aída, que tiene huerta mimada y frutales con perlas gordas como carrillos de bebé. Ella lleva la molienda allá. Selección paciente, todos los granitos sobre una tabla, ir cogiendo este sí, este no (demasiado oscuro, demasiado arrugado, demasiado chico), este sí. La mejor máiz del país que usted imaginar pueda. "Mira, mira", dice Francisco, "ahí tengo un bote de maquila que me quedé. Para mí, para plantar luego en mayo o junio. Es que no veas qué guapuco...".

Francisco removiendo la tolva
Francisco removiendo la tolva. Gema Rodrigo

El molino es casa rectangular, con tres ventanas y una puerta. Asimetría. Sobre el dintel hay cruz e inscripción grabada en piedra, casi ilegible de tanto aguantar inviernos. Rozo con la yema (ojos cerrados, que así leen mejor lo que ver no puedes), voy siguiendo curvas tímidas que vuelven letras que vuelven frase. "Viva mi dueño", cuenta. Tiene esquinas de sillería, enrejado con fierro recio en ventanas, porte señorial de como se hacían antes las cosas. Alrededor, bosque y río. Un árbol cubierto con bolas de muérdago como si fuesen pompones que dan buena suerte. Otro sin hojas, esqueleto de ramas hasta casi el mismo lecho. Troncos amusgados, inmóviles, esperando a que sea de noche y poder estirar raíces, salir a trotar un poco, convertirse en viento o en agua. El rumor húmedo de la corriente arrulla. Parece como si fuera hace tanto...

"Esto lo llevaban mis padres, y antes, mi abuelo", me dice Francisco. "Él cogió el molino, sí, era propiedad de unas monjas que estaban por Santander. Lo usaba la gente del barrio, en arriendo. Luego vinieron ellos, habilitaron el sitio como vivienda, vivieron aquí. Era también ebanista, tallaba. Cosas para el verde. Mangos, rastrillos. Ahora... pues entre mi hermano y yo. Que no se pierda. Aquí solo muelen amistades y paisanos. Pero es algo sentimental". Me explica que abren el molino de vez en cuando, que ambos tienen otro curro, que allí hay confianza. "A veces te dejan el maíz dentro de un arcón grandote que tiene mi hermano delante de su casa, aquí, a doscientos metros. Nosotros lo cogemos y devolvemos la harina en el mismo lugar. No siempre es fácil citarte con la gente".

El interior es fotografía hace décadas. Hay un peso de metal, una chimenea ("esa la hizo mi abuelo"), una puerta cerrada que lleva al piso superior, talos y botes aquí y allá. "No baja demasiada agua hoy, pero da para moler", continúa. Un celemín, más o menos, llevamos, que la tolva aguanta seis, si va a ras. El celemín, medida tradicional, equivalía normalmente a unos cuatro kilos y medio. Acá alcanza el doble, porque lo de unificar pesos es cosa muy de moderneces, no se crean. Por cada celemín saca Francisco tres partes de maquila. La maquila es el pago. En especie, nada de dinero. Tres partes de cada diez, aproximadamente. De harina o de grana. Hace la operación ante mis ojos, y el bote (un bote de metal, muy antiguo) se convierte así en unidad reconocible. Sonrío.

Francisco me explica cómo funciona aquello. Que todo el maíz va a la tolva, y que de allí cae poco a poco. Tac, tac, tac. No piensen en producción industrial, ni en máquinas de esas que muelen toneladas. Casi la mañana echará nuestro asunto, y es cosa nimia. Si baja el río bravo... más rápido. Que si hay dos piedras, dice. Una fija, la otra va girando a velocidad que marcan aguas. Son la solera y la volandera. La solera tiene marcas como cicatrices del tiempo. En forma de "ese", pequeños nánagos donde el cereal trisca y retrisca. Fuera, junto a la entrada, hay otra antigua, muy antigua, esponjada en musgo, gotas pequeñas de rocío que titilan hasta casi la tarde. "Mira", dice Francisco, "este es otro tipo, ¿ves?, tiene marcas rectas... lleva aquí desde siempre, nunca la conocí en otro lugar".

Detalles aquí y allá
Detalles aquí y allá en el molino. Gema Rodrigo

Separación entre piedras también la modula Francisco con una ruesca que le dicen cabria. Dependiendo del grano que llegue, de la calidad, de si es del país u otro... Labor de artesano, de aprender década tras década. A veces la piedra se erosiona, y tiene que desmontar el mecanismo, picar en una mesa que tiene especial (ocho lados, como la costanera de tarima donde apoya todo el asunto), volver a colocarla. Siempre más basta en el centro, más fina en el borde, para que la harina se vaya afinando según cae. También hay que adecentar, a veces. "Si traen maíz verde se forma una especie de pasta, un engrudo muy pegajoso. Y esto deja de moler. Así que desmontas, limpias con cuidado. Es labor, sí". ¿Y cuando algo se rompe? Sonríe. Bueno, pues entre mi hermano y yo lo arreglas, cómo vamos a hacer de otra forma. Luego señala. "Mira, esa de allí muele distinto. Sirve para trizar maíz. Sí, trizarlo... lo echas luego a las gallinas y ellas digieran mejor".

Él tiene allí gallinas que cloquean, tranquilas, detrás del molino. Normalmente encorraladas, pero las deja salir cuando viene, para que se pongan guapas y tomen sol. ¿Te hace mal el zorro? "Es peor la gineta. Y la rámila. Muerden detrás la cabeza y ni siquiera comen más". También dos gallos, dos gallos enormes, uno blanco y otro negro. Y burritos. Hembras, preñadas. Madre e hija. La más chica se acerca trotando, tiene ese pelo suave de los burros, como si acariciases un diente de león. Nosotros bajamos hasta el rodete que mueve la piedra. Siete escalones tallados directamente en la socaz (estrecha, profunda, asomas y sale vaho de tu boca), cubiertos de hierba aplastada. Hay estruendo enorme, y burbujean gotitas en el rostro. Ves velocidad a la que muele, notas caer tres granos juntos, y al molino le cuesta, y entonces el agua salpica débil, y la espuma se vuelve un poco menos infantil, porque es sitio perfecto para volver a ser niño.

Usted el maíz lo recogía allá por fines de agosto o septiembre. Más tarde no, que entraba derrota. Luego iba deshojando panojas, que es cosa muy de labor donde ayudaban hasta niños de la casa. Había, en Cantabria, romances específicos para acompañar este trabajo, historias llenas de aventuras, doncellas y tesoros ocultos, auténticos seriales antes del serial. Mantener a chavalucos con intriga para que siguieran descubriendo mazorcas, arrancando hilillos finos, acariciando ese grano que parece dibujo de salamandra. Después se yezan, trenzas mazorcas para que sequen como guirnaldas que adelantaron navidad. Yezas y colgones son, en Cantabria. Por Perú les dicen huayuncas. Allá donde haya maíz veremos arracadas de color otoño a las puertas del hogar...

Más tarde desgranarlo. Uno a uno, casi con mimo. Feos... para las pedresas o el chon. Solo guapucos van a piedra de moler. Los granos en Cantabria son alargados y flacos, muy distintos a esos que ven sin explotar en bolsas de palomitas. Hay encarnados, y marrones, naranjas, amarillos, casi blancos algunos. Se han contado hasta setenta y dos variedades distintas en este espacio. A todas se les dice de la misma forma. Maíz del país, por oposición al gordote, dulce y transgénico.

De ese no, de ese no hablo.

Las yezas secando
Las yezas secando. Gema Rodrigo

Calcera arriba está la presa. Más allá, finca. En el centro, un motocultor herrumbroso, disfrutando de la jubilación. Antes aquí había frutales, dice Francisco. Viñas, manzanos. Solo queda ese peral, y señala un árbol caído casi de raíz que se tiende de lado a otro en la antepara. "Ya ves, mira, sigue viviendo. Tenemos que hacer algo con él". Orilla del arroyo y crecen fresnos, avellanos con panojas como dedos que parecen orugas, salces. El viento (gallego, cuando deje de soplar habrá agua) juguetea con las últimas hojitas que aun aguantan a principios del invierno. Hace frío. A unos metros está el azud, y, junto a él, una escalera que los hermanos tuvieron que construir. "Es para que puedan subir las truchas río arriba". Así, a saltos. Hop, hop. Hay también cascadas naturales. Más pequeñas. Espejean el bosque como si estuviese borroso.

Siempre tiene algo de misterio, cuando miras una cascada.

Con la harina de maíz se pueden hacer varias cosas. Supongo que algunas bien modernas, como esferificaciones, rebozados tipo tempura o espolvoreo dorado sobre filete poco hecho de unicornio. Pero otras no, otras vienen de toda la vida. Recetas que huelen a infancia, a la casa de los abuelos, a cocina pequeñuca con llar siempre encendido, cuatro o seis cazuelas de hierro (granates por fuera, azuladas en el interior) desgastadas por uso, un talo que se apoya contra la pared, el mugir de las vacas cerca.

Borona, sobre todo la borona. El pan, vaya, que antes no era tan fácil bajar a comprarlo, igual me entienden. Agua (o leche), sal, harina de maíz. Forma redondeada, reposar y a fuego lento, que no hay presteza válida. Mientras cocina la borona se jila, o se habla, o se escucha llover, que también. Para matanza hacían borono, que es una especie de morcilla con sangre de cerdo, cebolla frita, harina de maíz, sal y las especies que tengan a bien echarle. Ah, en el centro, en el mismo corazón, iba el "alma". Pizca de grasa. Del chon, claro. Para que esponje, para que sea más tierno. También desayuno. Pulientas. Y tortos, tortos pequeñitos que sirven para dulce y salado, que lo mismo echas encima miel recién salida del dujo que carne con pimentón...

Volvemos a entrar en el molino. Hay harina (olor a maíz, tono como los arenales del norte) cayendo por la vertedera, hilo finísimo de tamo color oro. Hoy no vamos a necesitar eso, dice Francisco, y señala un cedazo que reposa al fondo. "La ciencia para que salga buena es ir despacio, muy despacio. Que caigan los granos de uno en uno, casi, por el ojo. Así logras una harina fina, delicada. Si van muchos a la vez o se hace rápido sale peor, sí".

Trabajo que cubre con polvillo pálido
Trabajo que cubre con polvillo pálido. Gema Rodrigo

En el pueblo hay dos o tres casas con colgones de maíz enmarcando balcón. La molienda empieza en noviembre, y dura hasta mayo. Debe estar seco, el cereal, debe estar seco y eso depende de los vientos, y de las nieves, y de cuándo recogiste la planta, si llovió esa temporada, si lo trenzaste bien. También flores. En solanas, digo, colgando de maderas e impostas. Una señora saluda, pregunta si nos tocó la lotería de navidad. No hubo suerte. Sonrisa, sonrisa. Está regando los geranios. "Antes los tenía más guapos, de esos trepadores. Pero no aguantaron". Quita las hojas secas lentamente, casi con mimo, pellizcando una a una con la mano izquierda, ahuecando la derecha para guardar allí brozas de color marrón... Otra casona tiene una carretilla justo delante de la cuadra. Encima, dos gatos. Cinco o seis miran desde dentro, con ese aire de sueño y alarma que llevan siempre. Se escuchan balidos.

Huele a leña que arde, volutas de humo gris se escapan por chimeneas de aquí y allá. Detrás rumorea el río. Un polvo pequeñuco, apenas aire dorado, cubre ligeramente nuestra ropa.

Volvamos al molino, pues.

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