¿Podemos creer aún en el progreso?

El progresismo es la ideología más absurda. Apareció en el siglo XVIII al mismo tiempo que la innovación técnica, la máquina de vapor, el descubrimiento de la electricidad y la cirugía en los campos de batalla napoleónicos. Todos estos progresos son reales y cambiaron el destino de la humanidad. Pero creer que el progreso técnico conduce al progreso moral, o incluso a la felicidad, es un error fatal. Aunque es cierto que la esperanza de vida aumenta (lo que podría dejar de ocurrir con la pandemia de Covid), lo que realmente se alarga son los últimos años de decrepitud, y nada demuestra que vayan a ser felices.

Otro error fatal, que también se remonta al siglo XVIII, tomado sobre todo del filósofo francés Condorcet, es que el progreso será lineal e infinito. No prevé una regresión, lo que más o menos es cierto en las ciencias exactas, pero no en las ciencias humanas o en las consecuencias de la ciencia sobre nuestra existencia individual o colectiva. No hace falta recordar que el progreso de la aviación llevó a Guernica, el de la química, a Auschwitz y el de la física, a Hiroshima. En este momento vivimos todas estas ambigüedades del progreso: por un lado, una pandemia nos devuelve a las horas sombrías de las pestes medievales con una velocidad sin precedentes; por otro, descubrimos en un año vacunas eficaces, cuando antes hacían falta diez. Pero como la conciencia humana es inmutable, todavía se necesita inteligencia para utilizar la vacuna.

Sea como sea, el progresismo como ideología no está listo para recuperarse de la actual crisis sanitaria. Nos preparábamos, más o menos, para adaptarnos a un cambio climático lejano que nos obligaría a adaptar nuestras formas de vida. Y de pronto, es un virus inesperado e impredecible (en parte, porque ya teníamos los antecedentes de la gripe española de 1919 y del Sars de 2003), el que nos obliga a cambiar nuestra vida de un día para otro, incluso día a día, en función de la aparición de nuevas variantes. Adiós, por lo tanto, a ir los restaurantes con los amigos, a salir a los locales nocturnos, a los viajes improvisados, a la vida de la oficina regulada como un reloj. ¿Irán mañana nuestros hijos al colegio? No tenemos ni idea. ¿Las fronteras estarán abiertas o cerradas? Ya no lo sabemos.

Además del progresismo, otro dogma, el de la globalización, se ha visto sacudido por la pandemia, que, a juzgar por sus variantes, no ha hecho más que empezar. De pronto, las fronteras que creíamos abolidas, se cierran para bloquear a la vez el virus y las migraciones. Todo el mecanismo económico globalizado, que ha sido enormemente eficaz desde la década de 1990, se ve repentinamente alterado por la interrupción de las comunicaciones y de las cadenas de transporte. Sin los procesadores hechos en China, faltan los coches de lujo. Podemos prescindir de ellos, pero también faltan medicamentos básicos fabricados en India. Por consiguiente, de la globalización se pasa súbitamente a la reubicación, que desplazará millones de puestos de trabajo y aumentará todos los precios del consumo; la inflación ha vuelto.

Obviamente, en este nuevo orden de ‘desglobalización viral’ habrá ganadores y perdedores. Los europeos no seremos los más desfavorecidos, pero el futuro será más sombrío para los países pobres, cuya única perspectiva de crecimiento era la subcontratación por parte de los países más ricos; el destino de África es poco envidiable, incluso el de India y hasta el de China, que, sin su comercio exterior, no podrá sacar de la pobreza al tercio de campesinos que todavía vegetan en ella. Y lo que aún no sabemos son qué consecuencias psicológicas tendrá la ‘desglobalización viral’ para las personas y los pueblos.

Parece que el aislamiento ya ha producido graves trastornos depresivos en los adolescentes; verse privado de la vida en la oficina y de las reuniones con los compañeros podría tener los mismos efectos en los adultos. Se prevé una explosión del número de divorcios. Y quién sabe si reaparecerán los nacionalismos de forma virulenta, con su séquito de conflictos, como sustituto del tedio cotidiano. Europa del Este y China parecen tentadas por esta escapatoria, el África islámica ya lo está.

De acuerdo, hasta ahora he trazado el retrato de lo peor, pero lo peor nunca es seguro, debido a la ambivalencia misma del progreso. Hace un año no existía la ‘vacuna mensajera’, y mañana, además de a los virus, podría vencer al cáncer. Hace un año, el teletrabajo y las herramientas informáticas que lo facilitan parecían ciencia-ficción. Y quién sabe qué será lo siguiente. Por ejemplo, en tres años o más, las microcentrales nucleares resolverán la crisis climática. De modo que todo es posible y solo lo incierto es probable.

Hay un proverbio chino, inventado probablemente por un occidental, como todos los falsos proverbios chinos, que invita, a modo de saludo, a «vivir tiempos interesantes». Al menos en este punto, todos deberíamos estar de acuerdo: vivimos tiempos interesantes.

Guy Sorman

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