Euro(di)visión

Euro(di)visión

RG
La sociedad occidental está sufriendo en carne propia lo que significa vivir privados de algunas libertades fundamentales, como el derecho a la libre circulación. El deseo de ver finalizada esta anormalidad nos convierte en espectadores pasivos de una secuencia de números que parece no querer dejar de crecer. Mientras, la cruda realidad nos muestra que demasiadas cosas en las que creímos simplemente nunca fueron ciertas.

La curiosidad es algo natural e irreprochable en la especie humana, gregaria por naturaleza. Somos espectadores natos de las artes, los deportes, lo importante y lo banal, de todo lo susceptible de ser contabilizado o narrado que, en caso de no existir, tarde o temprano a alguien se le ocurrirá competiciones, polémicas, disputas que puedan que ser contadas al público.

En Europa nos regalamos cada año el concurso de Eurovisión, el evento televisivo hortera por excelencia cuyo atractivo real es el progreso de la tabla de votaciones después de las actuaciones. Para el público en general, más que la calidad de las canciones, lo importante son los guiños y zancadillas entre países, las sorpresas en las puntuaciones dadas, en definitiva, sentirse espectadores.

Desde el punto de vista mediático, podríamos decir que este año no se ha cancelado Eurovisión, simplemente ha mutado a un tablón de estadísticas globales sobre los efectos del coronavirus. No hay periódico o informativo que no abra con la última actualización de cifras, en una morbosa competición entre países cuyos dirigentes, en muchos casos, proponen como premio de consolación cifras de infectados o muertos, casi al azar, a las que se podría llegar antes de dar por finalizada la crisis.

Una vez más, los medios cumplen su papel edulcorante respecto a este proceso de conversión de personas a números. Sin darnos cuenta, estos han reducido el hecho de perder a un ser querido por coronavirus a un lacónico "L'Espagne, douze points". Después de todo, el mensaje de fondo es que aún nos podemos conformar con que aún no estamos al nivel de Italia y los Estados Unidos está a una cota inalcanzable.

Continuando con Eurovisión como metáfora, observamos que aquellos que nunca nos votaron tampoco nos apoyan en esta crisis. En realidad, las dos (o más) Europas que integran la Unión Europea muestran el distanciamiento de siempre solo que en esta ocasión no se preocupan en disimularlo.

Ni Holanda ni Bélgica van a votar jamás a España ni a Italia, como tampoco lo van a hacer Alemania o cualquier otro Estado de la Europa rica. Pero no se trata de una simple competición, se trata de su papel dentro del concepto de Unión Europea. No es que les molesten los ancianos enfermos de COVID-19 del Sur Europa, a quienes propusieron morir en sus casas o residencias, simplemente se trata de que no entran en sus planes.

La Europa de los Pueblos no tiene cabida en esta Unión Europea diseñada para beneficio unas élites empresariales comprometidas con mantener la subordinación de la Periferia hacia el Centro y Norte de Europa. Ahí está la clave: una relación de sometimiento que no hará más que aumentar mientras que las ayudas sean interesadas, ya sean en forma de créditos o cualquier otro instrumento que hagan crecer la deuda de los estados del Sur.

No podemos esperar solidaridad de un club de países consagrados a una ideología deshumanizada, basada en un darwinismo social donde el pez grande tiene el derecho de comerse al pez pequeño, una forma de entender el proyecto europeo fuera de los valores ilustrados donde la economía es la religión, el capitalismo es el catecismo y los mercados los dioses.

Algún día esta edición de Eurovisión llegará a su fin, los contadores se pondrán a cero, los infortunios individuales quedarán en un discreto olvido, regresarán las competiciones deportivas y los partidos de fútbol del siglo semanales regresarán a los televisores. También nos visitará el diablo soga en mano, reclamándonos los intereses por haberle vendido nuestras almas por enésima ocasión. Aún estamos a tiempo, siguiendo esta nueva metáfora, de romper el contrato, clamar a nuestros políticos que la Unión Europea no es la Europa que nos vendieron hace años, tampoco es la solución a los problemas del día a día y, mucho menos, a grandes crisis como la que estamos viviendo. La Europa de los Pueblos, donde el ser humano corriente vuelva a ser el centro, no solo es posible sino más necesaria que nunca.





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