8 detalles insólitos escondidos en obras maestras del arte

Las grandes obras maestras de la pintura contienen detalles que abren las puertas a una interpretación más profunda

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Crédito: Getty Images

¿Qué tienen en común las mejores esculturas y cuadros de la historia, desde “La joven de la perla” hasta el “Guernica” de Picasso; desde los Guerreros de terracota hasta “El grito” de Edvard Munch?

Todos contienen algún detalle (subestimado muy a menudo) que explica lo más profundo de su significado.

Esa, al menos, es la premisa de mi nuevo libro “Una nueva forma de ver: la historia del arte en 57 obras”, un estudio que invita a los lectores a reconectarse con obras que nos son tan familiares que ya no las apreciamos.

Tomando como punto de partida las imágenes más veneradas de la historia de la humanidad (desde la columna de Trajano hasta el “Gótico americano”, desde los mármoles de Elgin hasta “La danza” de Matisse), fui buscando aquello que define al buen arte.

¿Por qué algunas obras siguen vibrando en la imaginación popular, siglo tras siglo?

Cada una de ellas contiene un halo de extrañeza que, una vez descubierto, abre la puerta a nuevas y emocionantes lecturas, y cambia para siempre la forma en que las percibimos.

Estos extraordinarios detalles me recuerdan una frase que el poeta y crítico francés Charles Baudelaire escribió en 1859: “La belleza siempre contiene un toque de rareza, de simple, no premeditada e inconsciente rareza”.

Lo que sigue es un breve resumen de algunos de los detalles más extraordinarios: extraños toques que vigorizan, a menudo de manera subliminal, muchas de las imágenes más famosas en la historia del arte.

1. El tapiz de Bayeux (c. 1077 o después)

Las mujeres olvidadas que hace un milenio bordaron los 70 metros de tela en las que el tapiz de Bayeux narra los acontecimientos que llevaron a la conquista normanda, no fueron simplemente costureras exquisitas, sino excepcionales contadoras de historias.

La flecha que atraviesa el ojo del rey Harold (en una escena climática cerca del final de la epopeya visual) es una herramienta meta narrativa que se dobla como la propia aguja con la que la historia ha sido intrincadamente tejida.

Al agarrar la flecha, el herido Harold confunde su propia identidad con la del artista y el observador, cuyo ojo ha viajado hacia adelante, de escena en escena.

Con una sola puntada nuestro ojo, el de Harold y el de la aguja de la costurera se combinan en uno solo.

2. Sandro Botticelli, “El nacimiento de Venus” (1482-5)

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Una mechón de cabello dorado que cuelga sobre el hombro derecho de la diosa en la obra maestra del Renacimiento de Sandro Botticelli, “El nacimiento de Venus”, gira como un motor en miniatura en el eje vertical de la pintura, impulsándola hacia nuestra imaginación.

Este rizo logarítmico perfecto no es un adorno incidental o un accidente del pincel. El mismo vector giratorio, observable en la pareja de las aves rapaces y la concha de nautilos, ha hipnotizado a los pensadores desde la antigüedad.

En el siglo XVII un matemático suizo, Jacob Bernoulli, bautizó el rizo como spira mirabilis o “espiral maravilloso”.

En la pintura de Botticelli (una obra que celebra la elegancia atemporal) la inescrutable espiral susurra en el oído derecho de Venus y le revela los secretos de la verdad y la belleza.

3. Hieronymus Bosch, “El jardín de las delicias” (1505-10)

El huevo que se observa a simple vista sobre la cabeza de un jinete en la famosa pintura del Bosco es bien conocido por los críticos y los admiradores de la obra.

Pero ¿cómo ese detalle es capaz de explicar el verdadero significado de la pintura?

Si cerramos los paneles laterales del tríptico para revelar la cubierta exterior de la obra y el fantasmagórico ovoide de un mundo frágil que Bosch ha descrito en la parte exterior de la obra (una esfera transparente que flota en el éter) descubrimos que concibió su pintura como una especie de huevo que deberá ser eternamente roto y reconstruido, cada vez que analicemos este complejo trabajo.

Al abrir y cerrar los paneles laterales de esta pintura, ponemos en movimiento un mundo incipiente o volvemos el tiempo atrás, al comienzo, antes de que perdiéramos nuestra inocencia.

4. Johannes Vermeer, “Niña con un pendiente de perla” (c. 1665)

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¿Crees que en el famoso retrato de esta chica con la vista vuelta hacia el espectador lo que ves es una perla brillante colgando de su oreja? Piensa otra vez.

La joya alrededor de la cual gira el misterio de la pintura es fruto de tu imaginación.

Con un movimiento de la muñeca y dos hábiles toques de pintura blanca, el artista engañó a los corticales visuales primarios de los lóbulos occipitales de nuestro cerebro.

Si observas con atención, no verás ningún hilo que vincule al adorno con la oreja. Hasta su forma esférica es un engaño.

La preciosa gema de Vermeer es una opulenta ilusión óptica, una que refleja nuestra propia presencia ilusoria en el mundo.

5. JMW Turner, “Lluvia, vapor y velocidad. El gran ferrocarril del oeste” (1844)

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No es secreto que Turner pintó una liebre imperceptible en medio del oscuro camino por el que se aproxima la locomotora en su famoso cuadro.

El propio artista se la enseñó a un niño que visitó la Royal Academy, el mismo día en que se mostró la obra por primera vez.

¿Pero cómo este pequeño detalle es capaz de enriquecer el significado de la profunda meditación de Turner sobre la invasión de la tecnología? ¿Por qué se sintió obligado a señalarlo?

Desde la antigüedad la liebre ha simbolizado el renacimiento y la esperanza.

Los visitantes que vieron la pintura cuando se exhibió por primera vez, en 1844, todavía estaban conmovidos por el horror de una tragedia que había ocurrido dos años y medio antes, en la víspera de Navidad, cuando un tren se descarriló a 10 millas del puente que se muestra en la pintura.

El accidente cobró la vida de nueve pasajeros y mutiló a otros 16.

Al pintar la liebre tan pequeña, el artista (famoso por los grandes objetos en sus pinturas) ofrece un conmovedor tributo, a la vez que medita sobre la fragilidad de la vida.

6. Georges Seurat, “Bañistas en Asnières” (1884)

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El gran cuadro que muestra un grupo de parisinos descansando a orillas del río Sena durante la hora del almuerzo es la primera obra que exhibió Seurat y se terminó inicialmente en 1884.

El artista la retocó años después de haber comenzado a perfeccionar su técnica característica: la aplicación de pequeños puntos que generan un continuo ante los ojos del espectador cuando son observados a cierta distancia.

La teoría del color que sustenta el estilo puntillista más maduro de Seurat se debe en parte a las ideas de un químico francés, Michel Eugène Chevreul, quien explicó cómo la yuxtaposición de tonos puede generar una persistencia en nuestra imaginación.

En la vaga distancia de la escena, una hilera de chimeneas se levanta sobre una fábrica productora de velas: una innovación industrial de la que también fue responsable Chevreul.

Estas chimeneas son un homenaje al pensador, sin el cual no habría sido posible la visión resplandeciente de Seurat.

7. Edvard Munch, “El grito” (1893)

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Se ha asumido durante mucho tiempo que el personaje en “El grito” de Edvard Munch (una metáfora de la angustia, que permanece en el imaginario popular más de un siglo después de su creación) estuvo inspirado en la expresión de asombro de una momia peruana que el artista vio en la Exposición Universal de 1889, en París.

Pero Munch era un artista más preocupado por el futuro que por el pasado. Le inquietaba especialmente el ritmo de la tecnología.

¿Es posible que se haya alarmado mucho más ante el asombroso espectáculo de una enorme bombilla llena de otras 20.000 bombillas más pequeñas, expuestas sobre el pabellón en la misma muestra de 1889?

Esta escultura, un tributo al pensamiento de Thomas Edison, se alzó en París como un dios luminoso que anunciaba una nueva idolatría, lo cual activó un interruptor en la mente de Munch.

Los contornos de la cara aullante en “El grito” reflejan con extraordinaria precisión la mandíbula caída y el cráneo bulboso del aterrador tótem eléctrico de Edison.

8. Gustav Klimt, “El beso” (1907)

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Muchos coincidirán en que el amor y la pasión no tienen nada que ver con las largas batas blancas de laboratorio y las diapositivas microscópicas de las pruebas científicas.

Pero no es así según la pintura “El beso”, de Gustav Klimt.

El año en que el artista pintó su obra la ciudad de Viena estaba imbuida en el lenguaje de las plaquetas y las células sanguíneas. Especialmente la Universidad de Viena, donde Klimt había sido invitado a crear pinturas basadas en temas médicos, años antes.

Karl Landsteiner, un importante inmunólogo de este centro (y el científico que distinguió por primera vez a los grupos sanguíneos), estaba trabajando arduamente para hacer que las transfusiones de sangre tuvieran éxito.

Si miras más de cerca los curiosos patrones que palpitan en el vestido de la mujer en la pintura, de repente los verás por lo que son: platos de Petri llenos de células, como si el artista nos hubiera ofrecido un escaneo de su alma.

“El beso” es la biopsia luminosa de amor eterno de Klimt.

Lee el texto original en inglés en BBC Culture


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