Los desaparecidos de la violencia doméstica: los hombres maltratados

Bou
El saco del Coco
Published in
9 min readDec 31, 2017

--

Lo que sigue es la traducción del artículo publicado en 1999 por Richard J. Gelles sobre sobre el precio personal y profesional de investigar la violencia de pareja.

Richard J. Gelles, 1992

Gelles formó (junto a dos compañeros) el equipo que investigó por primera vez esta violencia de forma sistemática y que desarrollo la escala de tácticas de conflicto; hoy en día la CTS sigue siendo el instrumento más usado en la investigación sobre violencia familiar.

El artículo tiene casi 20 años, pero resulta preocupantemente actual.

Conocí a Alan y a Faith hace casi 25 años, haciendo entrevistas sobre un tema que entonces se consideraba personal y tabú: la violencia familiar. Como casi ningún investigador estadounidense había investigado nunca su alcance, sus patrones o sus causas, casi no disponía de información para guiar mi estudio: la bibliografía científica se reducía a dos artículos, y (salvo los tabloides) la prensa no había descubierto ese lado oscuro de las relaciones familiares.

Alan y Faith me contaron sus casos de violencia en pareja. De violencia grave, con apuñalamientos y huesos rotos. Pero como no encajaban en el marco conceptual de mi investigación, quedaron relegados a pies de página en mi libro The Violent Home. Porque yo investigaba sobre la violencia conyugal pero lo que quería era concienciar sobre la violencia sobre la mujer, y Alan no le había pegado nunca a su mujer; la que había provocado moratones y huesos rotos era Faith. A ella también le habían agredido su ex-marido y sus novios, y de eso sí que di cuenta en mi libro y en artículos posteriores; pero a lo que hizo ella (incluyendo la vez que apuñaló a su marido mientras leía el periódico) solo le dediqué una pequeña nota, sin apenas análisis. Era mi primer estudio sobre la violencia familiar y había dejado de lado la violencia contra los hombres. Pero no lo volví a hacer.

Dos años después de mi estudio inicial me di cuenta del problema, de una forma bastante rara. La American Sociological Association convocó su convención anual e incluyó una sesión sobre violencia familiar; era la primera vez que le dedicaba tiempo y espacio al tema. Las otras sesiones estaban abiertas a cualquiera que quisiera entrar, pero esta requería reserva, y aunque les escribí nada más anunciarse me dijeron que ya estaba completa. No me paré a pensar cómo podía ser eso; como me moría por establecer contacto con colegas interesados en ese campo tan poco estudiado, me colé en la sesión y me senté al fondo, intentando no molestar.

La sesión se celebraba en un pequeño salón, con sitio de sobra para más gente. Había unos 20 asistentes sentados en círculo, la presidían dos sociólogos escoceses que también iban a publicar un libro sobre violencia familiar (Violence against Wives: A Case against Patriarchy) y se centró en aplicar la teoría feminista del patriarcado para explicar la violencia contra la mujer a lo largo de la historia y en la sociedad actual. Como los presidentes y los asistentes afirmaban categóricamente que no había víctimas masculinas, levanté la mano y, a riesgo de molestar, expliqué que en mis entrevistas me habían contado casos de violencia frecuente (y a veces grave) contra el hombre. Me dijeron que me equivocaba, que las pocas mujeres que lo hacían era siempre en defensa propia y que (a diferencia de los hombres) nunca usaban la violencia para coaccionar a su pareja ni para controlarla.

Y de golpe Alan y Faith dejaron de ser notas a pie de página. Pero hasta dos años después no me di cuenta de la importancia del cambio.

Mi investigación para The Violent Home había sido pequeña: solo 80 entrevistas llevadas a cabo en New Hampshire. Los resultados sugerían que quizá la violencia familiar estaba más extendida de lo creído y tenía factores causales sociales, como los ingresos y las estructuras de poder familiar; pero eran demasiado exploratorios para ser concluyentes. Para comprender mejor la violencia familiar hacía falta un banco de conocimientos más sólido. Así que en 1976 (junto con mis colegas Murray Straus y Suzanne Steinmetz) llevé a cabo la Primera Encuesta Nacional sobre Violencia en Familia, con una muestra representativa a nivel nacional de 2.143 individuos. Los resultados aparecieron en una serie de artículos académicos y en el libro Behind Closed Doors: Violence in the American Family, y el que más nos sorprendió fue la gran cantidad de violencia hacia niños, entre hermanos, hacia padres y entre cónyuges. Hasta ese momento se creía que los niños y mujeres maltratadas podían ser cientos de miles, pero nunca más de un millón. Nuestro estudio, basado en autoinformes, indicaba que había cerca de dos millones.

Pero al final, el descubrimiento más controvertido fue que el número de hombres maltratados era similar al de mujeres. En 1977, cuando mi colega Murray Straus presentó los datos en una conferencia sobre mujeres maltratadas, lo abuchearon hasta casi echarlo del estrado. Y en 1978, cuando mi colega Suzanne Steinmetz publicó su artículo académico The battered husband syndrome, el editor de la publicación respondió con una crítica en el mismo número.

Además de críticas académicas acaloradas, nuestro descubrimiento también produjo ataques personales violentos y duraderos. Los tres recibimos amenazas de muerte. La gente llamaba por teléfono a los centros de conferencias donde teníamos que hablar, para dejar avisos de bomba. Lo peor se lo llevó Suzanne: la gente llamaba y escribía a su universidad exigiendo que la despidieran, y a los organismos públicos para que le negaran becas. Los tres nos convertimos en personas non gratas en el entorno activista. Las invitaciones a conferencias fueron menguando y al final desaparecieron. Los textos feministas citaban nuestra investigación, pero sin atribuírnosla. Los bibliotecarios se negaban públicamente a pedir y a archivar nuestros libros.

Las críticas más elaboradas eran metodológicas y se centraban en nuestra forma de medir la violencia. Habíamos desarrollado un instrumento de medición (la escala de tácticas de conflicto) que cumplía todos los estándares científicos de fiabilidad y validez, así que las críticas se centraron en el contenido. La primera era que nuestro estudio no tenía en cuenta las consecuencias de la violencia porque se centraba en los actos violentos, no en las lesiones producidas, y la segunda era que no tenía en cuenta el contexto porque no valoraba quién había atacado a quien o si había sido en defensa propia. Esas dos críticas se repitieron una y otra vez durante dos décadas.

Así que en 1986 Murray Straus y yo llevamos a cabo la Segunda Encuesta Nacional sobre Violencia en Familia, intentando abordar estas críticas. Entrevistamos por teléfono a una muestra representativa a nivel nacional de 6.002 individuos, y esta vez también les preguntamos por el contexto y las consecuencias de la violencia.

Los resultados volvieron a sorprendernos. Los activistas decían que había una epidemia de maltrato hacia niños y mujeres, pero descubrimos que las cifras habían descendido. Lo cual nos pareció lógico, teniendo en cuenta los esfuerzos sociales y económicos realizados entre 1976 y 1986 para evitar el maltrato hacia niños y mujeres. Sin embargo, la violencia hacia el hombre no se había reducido y seguía siendo tan frecuente y severa como la violencia hacia la mujer.

Al examinar el contexto y las consecuencias también hubo sorpresas. Era cierto que las mujeres tenían una probabilidad mucho mayor de resultar heridas, como esperaban los activistas y confirmaban las encuestas sobre delincuencia. Pero descubrimos que tenían tantas probabilidades como los hombres de iniciar la violencia, pese a que según los activistas ellas solo pegaban en defensa propia. Así que volvimos a revisar nuestros datos para prevenir sesgos, y esta vez nos fijamos solo en los autoinformes femeninos. Y efectivamente, las propias mujeres decían que habían iniciado la violencia tan a menudo como los hombres.

Cuando hicimos públicos estos resultados, las críticas profesionales se limitaron a ignorar las revisiones metodológicas y los ataques personales se recrudecieron: llegó a decirse que Murray maltrataba a su mujer. Es una acusación típica en el campo de la violencia familiar: a los hombres cuya investigación va en contra de la corrección política se les etiqueta como agresores.

De momento casi solo he hablado de nuestra investigación, pero es importante recordar que estos descubrimientos se han replicado una y otra vez, por muchos investigadores distintos y usando muchas metodologías diferentes. Mi colega Murray Straus revisó más de 30 estudios y descubrió que todos los que no eran autoseleccionados (un estudio autoseleccionado es, por ejemplo, cuando se entrevista a mujeres en un hogar para maltratadas) daban una proporción de maltrato similar hacia uno y otro sexo. Las únicas excepciones son la Estadística Criminal del Departamento de Justicia, la Encuesta Nacional sobre Violencia contra la Mujer (también del Departamento de Justicia) y la Encuesta Nacional de Víctimas de Delitos. La primera recoge las víctimas mortales, que hace 25 años eran similares para uno y otro sexo pero ahora son mayores para las mujeres. La segunda y la tercera son estudios sobre criminalidad, y es razonable suponer que en ese contexto la violencia íntima contra el hombre se infrarreporta porque no se concibe como delito.

Repito: casi todos los estudios dicen que las mujeres tienen más probabilidades de sufrir lesiones (…) los casos que aparecen en prensa suelen ser horribles, con muestras de sadismo y crueldad, brutalidad física y emocional y heridas mortales o discapacitantes. Yo mismo he oído casos similares y los he descrito en mis libros, artículos y entrevistas.

El horror de la violencia íntima hacia los hombres es otro. Aunque cada año haya cientos de hombres asesinados por su pareja. Aunque les disparen, les apuñalen, les peguen con objetos y los sometan a ataques verbales y humillaciones. No me refiero a esos horrores. El horror real es su estatus permanente como los “desaparecidos” de la violencia doméstica. Los hombres maltratados no cuentan, ni nadie los cuenta. La ley contempla la violencia doméstica como un delito de género, y los casi mil millones de dólares presupuestados no los benefician a ellos. Las ofertas de financiación del Departamento de Justicia dicen explícitamente que no se revisarán investigaciones ni programas sobre ellos. Esa financiación suele acabar en manos de agencias estatales diseñadas para ayudar exclusivamente a la mujer.

Los hombres maltratados se enfrentan a una apatía trágica. Su única opción es llamar a la policía y rezar para que intervenga; pero cuando la violencia hacia un hombre resulta en arresto, la policía suele arrestar también al maltratado.

Los hombres que abandonan a su maltratadora suelen sufrir la pérdida física y hasta legal de sus hijos. A los que se quedan les suelen llamar “calzonazos” en el mejor de los casos y “agresores” en el peor, porque se acaba pensando que ellos son los auténticos maltratadores.

Hace 30 años las mujeres maltratadas no tenían dónde ir ni a quién acudir en busca de ayuda; hoy hay agencias y más de 1.800 albergues a su disposición. Los hombres siguen sin tener dónde ir ni a quién acudir. De vez en cuando aparece algún albergue para ellos, pero no suele durar; primero porque el dinero se acaba rápido, y segundo porque estos albergues no suelen cubrir sus necesidades. Por ejemplo, los que llevan a sus hijos para protegerlos de una madre maltratadora suelen acabar arrestados por secuestro infantil.

La frustración suele hacer que estos hombres se expresen de forma arrebatada en conferencias, reuniones y foros sobre violencia doméstica. Y este comportamiento alterado casi siempre se vuelve en su contra, porque se toma como prueba de que no son víctimas sino agresores.

La investigación actual sobre violencia doméstica sigue dando cifras altas de violencia íntima hacia el hombre. Debemos tenerlo en cuenta y dejar de ver esta violencia como delito de género o como ejemplo de coacción patriarcal. Si solo protegemos a la víctima cuando es mujer, y solo castigamos al agresor cuando es hombre, no la reduciremos. Tengo claro que mi postura no es políticamente correcta y que provocará más ataques hacia mí y hacia mis colegas, pero también tengo claro que el problema es de violencia entre cónyuges, no de violencia contra las mujeres.

Si queremos reducir el alcance y la factura de la violencia dentro del hogar, debemos afrontar las necesidades de las víctimas masculinas.

Si queréis más información sobre este tema, en la página escorrecto.org encontraréis 500 estudios (40 de ellos solo a nivel nacional) que señalan el carácter simétrico y bidireccional de la violencia en pareja.

--

--